lunes, 19 de noviembre de 2007

Sobre el futuro de la nueva narrativa


El sábado 17 de noviembre en Babelia, suplemento cultural del periódico El País, Vicente Verdú firmó un artículo titulado Reglas para la supervivencia de la novela, en el que intentaba reflexionar sobre las bases que deben sustentar la nueva narrativa y del que se desprende el propósito de establecer unas conductas en exceso encorsetadas respecto al camino que ha de enfilar cualquiera que pretenda escribir una novela.

Sin ironía no hay contemporaneidad, sin ironía no existe visión de la iridiscencia del mundo y su variable composición.

El párrafo que antecede está extraído del artículo de Vicente Verdú y es de lo poco en lo que acierta: la mayor parte de los argumentos de los que se vale son pura ironía.

Si la creación literaria se limitara a las instrucciones que se nos facilita difícilmente existiría la iridiscencia a la que según parece hay que tender. La creación es un acto solitario que no conviene someter a estructuras o intenciones predeterminadas. De lo contrario sería demasiado sencillo, la génesis de toda obra perdería el misterio que debe poseer para que nos seduzca. Un buen texto conjugará reflexión y visceralidad, si no a partes iguales, sí en la proporción que el autor considere conveniente, que para eso es el único responsable de su trabajo. El compromiso del escritor se suscribirá únicamente con sus libros y estos se plantearán ajenos a que sean o no llevados al cine, y eso también significa que el lenguaje cinematográfico o televisivo es tan válido como cualquier otro. Las novelas, cuentos, poemas o lo que sea, perderán credibilidad si se plantean pensando en posibles lectores.

Para escribir no hace falta ningún decálogo, tal vez sea más necesario poseer una idea y una voz para trasladarla y emocionar con ella. De la habilidad que un autor demuestre para impregnar al lector con su obra dependerá la importancia de la misma.

El debate queda abierto, y en uno de los foros con más capacidad de acoger controversias de esta naturaleza como es el blog de Vicente Luis Mora, aunque soy de los que opinan que se trata de una cuestión manida, ajena por completo al proceso de creación y a la que debería dedicarse escaso interés, convencimiento que se contradice con el hecho de dedicarle una entrada en esta bitácora, aunque así soy yo y así creo que somos todos: contradictorios. Contradictorios y también anárquicos, de la misma manera que contradictorias y anarquicas habrán de ser las historias que alumbremos.

sábado, 17 de noviembre de 2007

El ángel en el tejado – Russell Banks


Podría hablar de cualquier otro libro de Russell Banks —Deriva continental, Aflicción, Como en otro mundo, La ley del hueso… — todos ellos textos notables que consiguen dejar en el lector como poco un exquisito sabor de boca; sin embargo he decidido hablar de "El ángel en el tejado" por varias razones, una por tratarse de una colección de relatos —debilidad que una vez más reconozco— y otra por ser el libro que hace cinco años me descubrió al autor y me condujo a leer una detrás de otra todas sus obras anteriores.

Durante años mi madre me contó historias sobre su pasado, pero yo no las creía, las interpretaba.

De esta forma comienza “A manera de introducción”, el primero de los textos que componen el volumen (digo texto porque en la contraportada no se incluye entre los 15 relatos o 15 historias que se dice reúne el libro, aunque yo prefiero atribuirle idéntica proporción entre sinceridad y engaño que al resto), y la idea que se desprende de ese enunciado, la reflexión que hace el autor sobre las historias autobiográficas que le relata su madre, parece ser el leit motiv que recorre cada uno de los cuentos.
Situado a cierta distancia del minimalismo narrativo que tanta simpatía despierta últimamente para engalanar su prosa con una elegancia que no resulta pretenciosa sino sensata, no exigente sino delicada, con un estilo práctico y realista, Russell Banks consigue despistar, hacernos titubear entre realidad y ficción; conocedor de las teclas literarias que ha de pulsar para que una historia enganche, ese es el juego principal que nos propone: literaturizar la vida. El autor nos advierte desde un principio: las historias que cuenta su madre no son creíbles, y nos aporta también un puñado de pruebas para demostrar que son inventadas. No obstante cuando se atreve a desenmascararla, su madre viene a responderle que gracias a sus mentiras un día él será capaz de escribir. El aliento que exhala el conjunto de los relatos es este: historias falsas que parecen verdaderas. Muestra de lo dicho se observa principalmente en piezas como “Sarah Cole: una escena de amor” —en la que alternando de una manera llamativa la primera y la tercera persona se nos describe la relación sentimental que un hombre mantiene con una mujer fea a la que incluso a priori aquel califica como la mujer más vulgar que ha conocido—, “La visita” —mediante numerosos flash backs conoceremos la época en que el protagonista tenía doce años y era maltratado por un padre alcohólico, relación paterno filial que podría considerarse una sinopsis de la que se cuenta en la novela Aflicción—, o “Un cuento de éxito” —donde se nos relatan las aspiraciones de un chico que abandona la universidad, las adversidades a que se enfrenta para abrirse paso, los desengaños, y la manera en que se enamora de la mujer que en un hermoso final se nos dice acabará siendo su esposa.
Cuando la gente piensa que es sólo ficción dejan de escuchar, afirma Russell Banks, las historias deben resultar creíbles, parecer que tratan sobre nosotros, de esa manera podremos llegar a entender el lugar que ocupamos en el mundo. Ese objetivo es el que acometen los personajes de estos quince/dieciséis relatos, despejar la incógnita que hace de la vida una existencia confusa, y ese es, en definitiva, el objetivo al que nos dirigimos —o deberíamos dirigirnos— todos nosotros, y el que estamos convencidos de haber alcanzado al llegar al final de un libro más que recomendable.

Guardo esta colección de cuentos en el mismo estante que "Alguien que me cuide" de Richard Bausch, "Viaje de invierno" de Charles Baxter, cualquiera de los de Carver y de Alice Munro, o "Rock Springs" de Richard Ford, entre otros. Me gusta tenerlo cerca, releerlo, abrirlo y volver a saborear un párrafo elegido al azar; encuentro satisfacción en poder echar mano de mis lecturas preferidas como quien dispone de sus creencias religiosas cuando todo lo demás defrauda. En este sentido he de admitir que venero algunos de mis libros como si fueran textos sagrados. Russell Banks dice que toda buena historia es una plegaria. No puedo más que darle la razón. Una de las súplicas que cualquier autor eleva y que quedarán atendidas al leer El ángel en el tejado es con toda seguridad la de cautivarnos, enamorarnos de las palabras y de las historias que se nos han contado. Y eso, en mi opinión, es más que suficiente. ¿O no?

jueves, 15 de noviembre de 2007

viernes, 2 de noviembre de 2007

Venganza - Jim Harrison

Llegué hasta Jim Harrison hace unos cuantos años, a través de una crítica que firmó Carver en 1979 y en la que se apuntaba que Legends of the fall era un libro redondo, un tríptico capaz de iluminar nuestras propias vidas. Confieso que siento una inclinación tal vez excesiva hacia Raymond Carver. Durante mucho tiempo incluso rastreé sus lecturas para nutrirme de sus mismos gustos, y aunque en ciertas ocasiones —Barry Hannah, Grace Paley… — seguir sus consejos me ha ocasionado algún que otro sentimiento contradictorio muy próximo a la decepción, con el libro de Harrison, publicado por primera vez en España en 1981, he de reconocer que acertó de pleno.

“Leyendas de otoño” reúne tres novelas cortas de una altura envidiable —la adaptación de una de sus historias, dirigida por Edward Zwick, con Brad Pitt y Anthony Hopkins en el reparto, se tituló “Leyendas de pasión”—, las tres apasionantes. La primera y la que yo prefiero se titula “Venganza” —aunque no la he visto porque Kevin Costner no es santo de mi devoción, sé que en 1990 protagonizó junto con Anthony Quinn la película cuyo argumento se basa en este relato—, y en ella el protagonista, Cochran, un ex piloto norteamericano de 41 años, hombre inteligente, temerario, mujeriego y seguro de sí mismo, se enamora como un colegial de Miryea, esposa de Baldassaro Méndez, más conocido como Tibey (tiburón), un mexicano cuya inmensa fortuna se apoya en el proxenetismo y la droga, y con quien Cochran ha establecido una reciente amistad.
Esta es una historia intensa, ágil, rápida —la sucesión de acontecimientos posee un ritmo fulminante—, escrita con puntualidad cinematográfica, efecto potenciado sobre todo cuando el narrador se torna confidente y su voz adquiere una familiaridad a la que no podemos negarnos, confundiéndose con la de un amigo que te invita a situarte en un ángulo desde el cual se tiene mejor perspectiva de la escena, y allí, agazapados, seguir observando sin que nadie advierta nuestra presencia. Ahora tenemos que alejarnos de los amantes y dejarlos descansar, aunque sea por un brevísimo instante. Posémonos en la repisa de la chimenea como un impasible grifo de ojos de piedra, porque es mejor tener ojos de piedra para ver lo que vamos a ver. Los detalles enriquecen hasta tal punto las descripciones, son de tal precisión, que no resulta complicado visualizar el episodio que se está leyendo. En este sentido, a nuestra imaginación, se le ha facilitado el itinerario. Podemos dejarnos llevar, cerrar los ojos sin desconfianza, el autor nos conduce por el filo de un acantilado con paso seguro, siguiendo el rastro de una técnica narrativa que en ningún momento nos hará perder el equilibrio.
Harrison acierta con la evolución de la historia —a excepción de un flashback que se inicia hacia la sexta página y finaliza treinta después, el relato posee una estructura lineal que nos impide abandonar su lectura hasta alcanzar la última palabra— y acierta con el diseño de los protagonistas, incluso en cada una de las ocasiones que estos son colocados al límite: Cuando Tibey descubre la infidelidad de su flamante amigo y su esposa, decide apalear al primero hasta darle por muerto y —a sabiendas que esta decisión será una de las que jamás le permitirán volver a conciliar el sueño— desfigurar el rostro de Miryea con un cuchillo y abandonarla luego en el peor prostíbulo de Durango.

Cochran sobrevive y a partir de entonces su único propósito será matar a Tibey y rescatar a su amada. Los personajes se rigen por un código de honor atávico — preferible morir que cargar con una afrenta— que tal vez carecería de credibilidad si la historia no se desarrollara en ese territorio fronterizo y salvaje que se sitúa entre México y los Estados Unidos. El antagonismo que se aprecia entre Cochran y Tibey es necesario cuando se trata de una historia entre buenos y malos, particularidad que podríamos considerar peligrosa por el abuso de tópicos que tal vez exija. No obstante las contradicciones que el autor atribuye a cada uno de los protagonistas consiguen alejarlos de esos lugares comunes para inyectar un componente seductor a su personalidad: —Matar a tus enemigos produce un placer justo y adecuado— Llegado el momento ninguno de los dos encuentra el valor para matar al otro. O no se trata tanto de valor como del profundo respeto que ambos se profesan. Tibey acabará por reconocer que el amor de Miiryea pertenece a Cochran.

La escena con que se inicia “Venganza” describe de forma cruenta a un hombre inconsciente y desnudo que se desangra al sol entre la maleza de un denso chaparral. Tiene un pómulo aplastado, el brazo izquierdo roto, los testículos reventados y dos costillas fracturadas. Se encuentra al borde del coma. Los buitres lo acechan, esperan con paciencia a que expire para repartirse la carroña.

¿Quién no se ha imaginado en alguna ocasión a la muerte como un espectro con capucha portando una guadaña? ¿Quién no se la imagina como una fea y desdentada calavera? Bien, pues una vez acabado el primer párrafo de “Venganza” —no más de treinta líneas— cualquiera podrá imaginar que la muerte posee un rostro del que no resulta difícil enamorarse, cualquiera empezará a convencerse de que la barbarie descrita con tal capacidad también puede resultar atractiva, y empezará entonces a preguntarse qué demonios ocurre en este país para que un autor como Jim Harrison (1937, Grayling, Michigan; autor de siete libros de poesía, tres colecciones de relatos, seis novelas) pase totalmente desapercibido.