miércoles, 22 de abril de 2009

Quédate donde estás – Miguel Ángel Muñoz

Yo también quiero ser escritor, así, como lo oyen, escritor pero Miguel Ángel Muñoz. Ser escritor a tiempo completo, me refiero, porque no existe la posibilidad de serlo de otra manera, o se es a través de todos los poros de la piel o no se es, no valen las medias tintas, los a tiempo parcial ni los a ratos libres. Bukowski lo dejó dicho, creo que fue él: escribir no es cuestión de horas, no es cuestión de tiempo, es cuestión de escribir, sin más, de necesitar hacerlo, una forma de vida, lo demás no importa. Pues bien, si para ser escritor se me ha de incluir en el Proyecto octopus e implantarme seis brazos me los implanto, porque quiero ser escritor, ya digo, prefiero como el protagonista de “Ácaros” padecer una alergia de caballo que desprenderme de mis libros de Cheever, Chéjov y Carver. Antes la tortura de la disnea y los ojos legañosos. O sea, escritor pero Miguel Ángel Muñoz, decía, ser capaz de escribir relatos como “Quédate donde estás” —hermosa declaración de lealtad—, como “Vitruvio”, o como “El reino químico” —uno de mis preferidos—, pero sobre todo como “Vaivén” y “Hacer feliz a Franz”, esos dos homenajes exquisitos, precisos, entrañables, que el autor de esta colección de cuentos recientemente publicada por la editorial madrileña Páginas de espuma dedica a algunos de sus maestros, que también son los míos, vaya —Raymond Carver, Richard Ford, Franz Kafka—, esa celebración de la literatura, de la narrativa, sea larga o corta, qué importa, literatura, sin aditivos, no los necesita. El libro me ha dejado la impresión de que Miguel Ángel Muñoz ha trabajado con el propósito de sortear el laconismo que caracteriza a esos escritores con los que suele emparentársele. Si ha sido así opino que el autor almeriense ha acertado la trayectoria, ya que su escritura ha ganado en enjundia respecto a su anterior libro, “El síndrome Chéjov” (Páginas de espuma, 2006). Ahora se relame en el enunciado largo, el párrafo abundante, la escasez de diálogos, el juego de ir y venir en el tiempo en apenas tres frases. Alterna de forma hábilmente pautada momentos culminantes, rápidos y vertiginosos, con párrafos en los que la historia se remansa, para que respiremos, quiero pensar, para recuperar el resuello. Aprieta pero no ahoga, es benévolo, Miguel Ángel Muñoz. El libro parece diseñado para afrontar las empinadas cuestas narrativas con la energía que nos ha proporcionado el acentuado descenso que a cada una precede. Subir y bajar, subir y bajar, sin descanso. No da tregua, el autor, pero tampoco la queremos. Así, tan complicado es el placer que algunas veces, demasiadas, se consigue con mucho esfuerzo. Al igual que en “Quédate donde estás” —cuarto de los trece relatos y el que cede título al volumen— los médicos luchan en busca de la horrorosa fuente del mal que sufre Julia, la protagonista, y también lucha Cati, su madre, y su hermano Cristo, y lucha Julio que está dispuesto a inmolarse y dejar escapar su más ansiado sueño a cambio de un amor que ya ni siquiera es amor, “a su lado, besándola como un chamán que busca extraer el dolor”, imagino a Miguel Ángel Muñoz insistiendo cuento tras cuento para evitar que se cuele en sus historias la más mínima reminiscencia de las voces oídas, de las deudas literarias que él mismo reconoce y que de todas formas no pierde tiempo en ocultar. Una voz propia: ese es en definitiva uno de los atributos que cualquier escritor aspira conseguir; el giro estilístico, el detalle invisible que lo distinga, y hacía allí se dirige Miguel Ángel Muñoz, cuentista inteligente con un vasto bagaje literario, un criterio minucioso que administra en cada uno de sus relatos y del que se beneficiará todo aquel que se acerque a las historias que componen este muy recomendable “Quédate donde estás”. Por eso, decía al principio, yo también quiero ser escritor. Escritor pero Miguel Ángel Muñoz.

lunes, 6 de abril de 2009

Puente de los suspiros – Richard Russo

¡Ufff…! necesito parar, descansar un momento, sólo un momento, espera, necesito detenerme para recuperar el resuello… y yo creía que a mis 43 años ya era un hombre fiel a mis principios, de voluntad inalterable, incapaz de traicionar mis convicciones… yo, que en una historia contada en quince páginas suelo encontrar sensaciones sobre las que reflexionar las siguientes dos semanas, que considero la lectura de un buen relato como mínimo suficiente para satisfacer cualquiera de mis expectativas y como máximo algo deslumbrante, apoteósico, como un encuentro en la tercera fase, yo… claudico, lo reconozco, me rindo, cedo ante la deslealtad y admito que uno de los mejores libros que he leído últimamente es un novelón de casi 700 páginas.

A sus sesenta años y habiendo escrito un puñado de importantes novelas como Mohawk, Alto riesgo, Ni un pelo de tonto y Empire Falls —merecedora del premio Pulitzer en 2002—, y de un libro de relatos a tener muy en cuenta como La hija de la puta —publicado en España por emecé en 2004— parece incuestionable que Richard Russo es uno de los grandes escritores norteamericanos. En alguna parte he leído —y si no lo he hecho me gusta pensarlo— que forma una especie de triunvirato junto con los otros dos Richard’s, Ford y Bausch, con los que comparte generación —los tres han nacido entre 1944 y 1949— y atmósfera literaria. Personalmente no me gustaría tener que decantarme por ninguno de los tres. El mencionado La hija de la puta, Rock Springs y Alguien que me cuide, son libros de frecuente consulta para mí.

Al igual que su autor el protagonista de esta nueva novela, Puente de los suspiros, es un hombre de sesenta años; los tres protagonistas rondan esa misma edad, Louis Charles Lynch, Sarah Berg y Bobby Marconi, sesenta años: una edad a la que cualquiera puede sentir la tentación de hacer inventario. Louis se define a sí mismo como un hombre apegado a sus costumbres, sedentario, amante de su mujer, buen padre, con una vida sencilla y agradable en un pequeño pueblo del norte del estado de Nueva York. Él y su esposa, Sarah Berg, mujer sensata y con una visión más acertada de la realidad, deciden viajar a Venecia para visitar a Bobby, viejo amigo de la infancia a quien dejaron de frecuentar en el último curso del instituto y convertido actualmente en un pintor de éxito mundial. Louis considera el viaje proyectado una interrupción violenta de los ritmos establecidos en su vida adulta, y además no puede evitar el temor de que a Bobby, a quien no ha visto desde los 18 años, haya dejado de importarle. Su inclinación a visitar el pasado, a volver la vista atrás, le lleva a intentar escribir la historia del pueblo, Thomaston. La titulará “La historia más aburrida jamás contada”, pero el resultado no es ni por asomo lo que anuncia ese título. Los recuerdos que se nos narran podrían perfectamente formar parte del libro que está escribiendo el protagonista, y creo que se trata de una de las historias más ágiles y jugosas que pueden encontrarse en las librerías. Según avanzamos quedan evidentes los flojos sentimientos que cimentaban la amistad de Louis y Bobby. Nos enteramos de lo endeble y circunstancial que era ya en sus inicios el afecto que les unía. El primero era retraído y el segundo ya tenía cierto pasado como pandillero cuando se conocieron. Richard Russo vuelve a trabajar con personajes reales, ni mucho ni poco estridentes, creíbles, cercanos en la medida justa, y los trata con una ternura tan exquisita, con una bondad tan equilibrada, tan… admito que en las páginas 490 y 491 se humedecieron mis pupilas: qué miedo provoca la posibilidad de que la vida acabe resultando algo distinto a lo que deseábamos… pero es difícil entenderlo si no se han leído las 389 páginas que preceden. Así que ánimo.

Los conflictos planteados por Richard Russo en sus historias tienen mucho que ver con el antagonismo. Suele exponer dos mundos opuestos y perfectamente delimitados para hacerlos colisionar en un momento de la narración y así crear en el lector la necesidad de vincularse y escoger entre uno y otro. En Alto riesgo era la contienda generacional entre un padre y un hijo, en Empire Falls el contraste entre las clases sociales de una misma comunidad, y en Puente de los suspiros es el conflicto que surge entre una bondad cercana a la candidez, y una indiferencia que podría confundirse con la crueldad, entre personas que están convencidas que la gente es buena por naturaleza y personas que opinan que nadie posee garantías de que esa regla se cumpla y por lo tanto más vale permanecer con alguno de los sentidos alerta, entre los que prefieren quedarse para conservar sus posesiones y los que se arriesgan marchándose porque lo poco que consigan siempre será más de lo que dejaron atrás. Unos aspiran a la felicidad a través de la raigambre y los otros lo mismo pero a través del riesgo. Es la vida, en definitiva, es el mundo, somos nosotros, lo que buscamos, lo que acabamos encontrando. “En el transcurso de su vida un hombre oye por casualidad un buen número de opiniones sobre él y por ellas se entera del ancho abismo que hay entre su percepción pública y la imagen que espera proyectar”. Suscribo esta afirmación. No es la primera vez que la leo, no me ha dicho nada nuevo: lo que creemos ser y lo que parecemos — Louis Charles Lynch se considera un hombre inteligente, aunque lamenta no haber conseguido trasladar a los demás esa impresión—, no es nuevo pero me enamora esa forma de expresarlo. Richard Russo vuelve a hacer lo que ya había hecho anteriormente: hablarnos de un hombre, de su familia y sus amigos, de una calle, de un barrio, una comunidad — ¿Fue Josep Pla quien sostuvo que no era necesario salir de tu pueblo para ser cosmopolita? — La existencia de un sólo hombre no es más que una excusa para hablarnos de la vida con mayúsculas, del lugar que ocupamos respecto a quienes nos rodean. Qué miedo provoca —repito— la posibilidad de que la vida acabe resultando algo distinto a lo que deseábamos. Y al cabo así es, dicen que la vida es aquello que nos sucede mientras hacemos planes para otra cosa, y por lo tanto poco importa aquello en lo que hayamos ansiado convertirnos. “La gente no cambia”, afirma la madre de Louis. Uno puede engordar o adelgazar, crecer, perder el cabello, empezar a afeitarse, pero siempre seguirá siendo el mismo; los miedos, las frustraciones, las esperanzas, la capacidad de reacción, serán idénticas a los 6, a los 17 y a los 60 años. Cuánta verdad. Esa es una máxima que se repite en la novela como un mantra. También el profesor Berg, padre de la esposa de Louis, en una de sus clases proclama a sus alumnos que “a los 17 ó 18 años nuestro carácter y actitud están por lo general formados. Básicamente buscamos pruebas que apoyen conclusiones a las que ya hemos llegado con relación al mundo y nuestro lugar en él”. Los cambios que la gente experimenta a lo largo de su vida son una ilusión. “Lo que no entiendes es que un día tú serás esa mujer”, le dice a Sarah su madre, después de que ésta la dibuje “a primera hora de la mañana, antes de que estuviera despierta del todo. Estaba sentada en el rincón para el desayuno, en bata, con una taza de café humeante delante, y en la mano derecha sujetaba un cigarrillo, cuya larga ceniza estaba a punto de caer. Ése era el detalle del que había estado más orgullosa Sarah, porque sugería lo mucho que su madre llevaba sentada allí, mirando al vacío”. No es la primera vez que reflexiono sobre la certeza de que toda historia se repite, de que uno es como es por cómo fueron sus progenitores. Y ahí te van las virtudes y los defectos, ahí, en el mismo paquete, por suerte o por desgracia, te va todo.

En la contraportada de la edición publicada por Alfaguara puede leerse lo siguiente: “Richard Russo vuelve a demostrar su talento inigualable para narrar cómo viven, sienten y piensan personas ordinarias en situaciones extraordinarias”. Situaciones extraordinarias, dice. Creo que no. En eso se han equivocado, es mi opinión. Considero más acertado afirmar que Puente de los suspiros habla de personas ordinarias en situaciones ordinarias, y para mí ese es uno de los aciertos del libro, el mayor acierto; la normalidad de las vidas que se nos cuentan y la vastedad de la historia nos permite tropezar una y otra vez con personajes que hemos conocido y ambientes y escenarios en los que también nosotros hemos actuado. Situaciones ordinarias, ya lo creo que ordinarias, pero cómo nos las cuenta Richard Russo, de qué manera las cuenta para que haya leído las 687 páginas de tirón. Chapó.