lunes, 21 de abril de 2008

Acción de gracias – Richard Ford

Muy a principios de este mes me acerqué a la librería con la intención de llevarme a casa Acción de gracias, la última novela de Richard Ford —uno de los escritores que junto con Alice Munro, Richard Bausch, Cormac McCarthy y algún otro, forma parte de mi sección personal de indispensables— y ocurrió que mientras rondaba el mostrador de novedades alguien se situó a mi lado obligándome a ladear la cabeza y enfocarlo con mi mirada.
— ¿Frank? —No sabía nada de él desde 1996 pero lo reconocí enseguida, con sus cerca de dos metros, facciones angulosas, el pelo gris no muy corto, el trazado de una sonrisa contenida en la línea de sus labios. Sureño de la cabeza a los pies: pantalones, camisa y calcetines de algodón, y mocasines; el mismo atuendo que ha venido usando a través de todas las etapas de su vida—. ¿Frank Bascombe?

Y él que me mira con sus ojos claros, intensos, dudando durante un par de segundos pero localizándome inmediatamente en algún lugar de su memoria, al tiempo que me dedica una ya amplia sonrisa. Nos saludamos y allí mismo, todavía de pie, junto a una góndola rebosante de libros, empieza a contarme lo que ocurrió durante las jornadas previas al día de acción de gracias del año 2000, aprovechando la ocasión para entreverar su relato con el de sus últimos años. Me habla con grandísima familiaridad, como si apenas hubieran transcurrido unas pocas horas desde la última vez que coincidimos. Quién sabe si por la edad —acaba de cumplir los 55— o por el cáncer de próstata que le han diagnosticado, parece que ha intensificado su hábito de reflexionar a cada momento como si se tratara del último. Y sin embargo se esfuerza por fingirse ajeno a los acontecimientos que integran la época en la que vive, aunque dice que tampoco eso importa tanto, ya que está seguro de que así es como se sienten muchos otros seres humanos. Lo escucho mientras habla de su actual relación con Ann —su primera esposa—, me habla de Sally —quien después de varios años de convivencia acaba de abandonarlo—, de sus tres hijos, Ralph —fallecido a los nueve años—, Paul y Clarissa. Lo escucho y sus palabras transmiten miedo… no, miedo no, es más bien derrota lo que transmiten pero también esperanza. Ha sentido que el equilibrio de su existencia se tambalea a una edad en la que se tiende a afrontar el futuro desde el sosiego, y por eso tiene que echar mano de una enorme dosis de indolencia para enfrentarse a las dificultades, si bien, como él mismo afirma, eso no tenga que significar que se encuentra capacitado para superarlas.

Es un buen tipo, contagia serenidad. Es lo que pensé nada más conocerlo, allá por 1990, cuando todavía albergaba alguna pretensión de convertirse en novelista y escribía en una publicación deportiva de Nueva York. Me tienta preguntarle si todavía le ronda la literatura, pero prefiero dejarlo hablar. La sinceridad con que lo hace alcanza tales cotas que poco importa si lo que relata se ambienta en un lugar costero de Nueva Jersey en el que jamás he estado. Al escucharlo tengo la sensación de haber recorrido las mismas calles y frecuentado los mismos barrios. El cielo que cubre Sea-Clift es el mismo aquí, a miles de kilómetros de distancia. También el color del mar que se observa desde Surf Road es idéntico e idéntica la lluvia que cae sobre la Route 37 o Cream Ridge. Y cómo no la impotencia que le asalta en este mundo que dice se le viene abajo con tanta rapidez como el Queen Regent — (una de las tantas anécdotas que me refiere) demolición que conecta tan directamente con el estado de ánimo de mi amigo que casi se convierte en metáfora— y la impotencia, digo, que de la misma forma también a mí me asalta en este mundo que se viene abajo porque sus sentimientos son los míos y mías las palabras que utiliza para describirlos.

Cuando nos despedimos niega con un movimiento de cabeza de una manera casi imperceptible. Algo me dice que difícilmente volveremos a vernos. Y lo lamento. Encajamos nuestras manos. Se gira sin dejar de sonreír, comienza a alejarse. Me atrevo a decírselo:
—No sabes cuánto lo lamento, Frank —me mira por encima de su hombro—, eres uno de esos tipos que a cualquiera le gustaría frecuentar mientras se va envejeciendo.

Sí, me atrevo a decírselo porque la verdad es que lo echaré de menos. Aunque recurriendo a sus propias palabras:

Nunca se está seguro de nada, digan lo que digan las grandes novelas.

silencios: 21 abril 1910