viernes, 2 de noviembre de 2007

Venganza - Jim Harrison

Llegué hasta Jim Harrison hace unos cuantos años, a través de una crítica que firmó Carver en 1979 y en la que se apuntaba que Legends of the fall era un libro redondo, un tríptico capaz de iluminar nuestras propias vidas. Confieso que siento una inclinación tal vez excesiva hacia Raymond Carver. Durante mucho tiempo incluso rastreé sus lecturas para nutrirme de sus mismos gustos, y aunque en ciertas ocasiones —Barry Hannah, Grace Paley… — seguir sus consejos me ha ocasionado algún que otro sentimiento contradictorio muy próximo a la decepción, con el libro de Harrison, publicado por primera vez en España en 1981, he de reconocer que acertó de pleno.

“Leyendas de otoño” reúne tres novelas cortas de una altura envidiable —la adaptación de una de sus historias, dirigida por Edward Zwick, con Brad Pitt y Anthony Hopkins en el reparto, se tituló “Leyendas de pasión”—, las tres apasionantes. La primera y la que yo prefiero se titula “Venganza” —aunque no la he visto porque Kevin Costner no es santo de mi devoción, sé que en 1990 protagonizó junto con Anthony Quinn la película cuyo argumento se basa en este relato—, y en ella el protagonista, Cochran, un ex piloto norteamericano de 41 años, hombre inteligente, temerario, mujeriego y seguro de sí mismo, se enamora como un colegial de Miryea, esposa de Baldassaro Méndez, más conocido como Tibey (tiburón), un mexicano cuya inmensa fortuna se apoya en el proxenetismo y la droga, y con quien Cochran ha establecido una reciente amistad.
Esta es una historia intensa, ágil, rápida —la sucesión de acontecimientos posee un ritmo fulminante—, escrita con puntualidad cinematográfica, efecto potenciado sobre todo cuando el narrador se torna confidente y su voz adquiere una familiaridad a la que no podemos negarnos, confundiéndose con la de un amigo que te invita a situarte en un ángulo desde el cual se tiene mejor perspectiva de la escena, y allí, agazapados, seguir observando sin que nadie advierta nuestra presencia. Ahora tenemos que alejarnos de los amantes y dejarlos descansar, aunque sea por un brevísimo instante. Posémonos en la repisa de la chimenea como un impasible grifo de ojos de piedra, porque es mejor tener ojos de piedra para ver lo que vamos a ver. Los detalles enriquecen hasta tal punto las descripciones, son de tal precisión, que no resulta complicado visualizar el episodio que se está leyendo. En este sentido, a nuestra imaginación, se le ha facilitado el itinerario. Podemos dejarnos llevar, cerrar los ojos sin desconfianza, el autor nos conduce por el filo de un acantilado con paso seguro, siguiendo el rastro de una técnica narrativa que en ningún momento nos hará perder el equilibrio.
Harrison acierta con la evolución de la historia —a excepción de un flashback que se inicia hacia la sexta página y finaliza treinta después, el relato posee una estructura lineal que nos impide abandonar su lectura hasta alcanzar la última palabra— y acierta con el diseño de los protagonistas, incluso en cada una de las ocasiones que estos son colocados al límite: Cuando Tibey descubre la infidelidad de su flamante amigo y su esposa, decide apalear al primero hasta darle por muerto y —a sabiendas que esta decisión será una de las que jamás le permitirán volver a conciliar el sueño— desfigurar el rostro de Miryea con un cuchillo y abandonarla luego en el peor prostíbulo de Durango.

Cochran sobrevive y a partir de entonces su único propósito será matar a Tibey y rescatar a su amada. Los personajes se rigen por un código de honor atávico — preferible morir que cargar con una afrenta— que tal vez carecería de credibilidad si la historia no se desarrollara en ese territorio fronterizo y salvaje que se sitúa entre México y los Estados Unidos. El antagonismo que se aprecia entre Cochran y Tibey es necesario cuando se trata de una historia entre buenos y malos, particularidad que podríamos considerar peligrosa por el abuso de tópicos que tal vez exija. No obstante las contradicciones que el autor atribuye a cada uno de los protagonistas consiguen alejarlos de esos lugares comunes para inyectar un componente seductor a su personalidad: —Matar a tus enemigos produce un placer justo y adecuado— Llegado el momento ninguno de los dos encuentra el valor para matar al otro. O no se trata tanto de valor como del profundo respeto que ambos se profesan. Tibey acabará por reconocer que el amor de Miiryea pertenece a Cochran.

La escena con que se inicia “Venganza” describe de forma cruenta a un hombre inconsciente y desnudo que se desangra al sol entre la maleza de un denso chaparral. Tiene un pómulo aplastado, el brazo izquierdo roto, los testículos reventados y dos costillas fracturadas. Se encuentra al borde del coma. Los buitres lo acechan, esperan con paciencia a que expire para repartirse la carroña.

¿Quién no se ha imaginado en alguna ocasión a la muerte como un espectro con capucha portando una guadaña? ¿Quién no se la imagina como una fea y desdentada calavera? Bien, pues una vez acabado el primer párrafo de “Venganza” —no más de treinta líneas— cualquiera podrá imaginar que la muerte posee un rostro del que no resulta difícil enamorarse, cualquiera empezará a convencerse de que la barbarie descrita con tal capacidad también puede resultar atractiva, y empezará entonces a preguntarse qué demonios ocurre en este país para que un autor como Jim Harrison (1937, Grayling, Michigan; autor de siete libros de poesía, tres colecciones de relatos, seis novelas) pase totalmente desapercibido.