miércoles, 19 de diciembre de 2007

The Joshua tree – U2


Por estas fechas se anda celebrando el veinte aniversario de la salida al mercado del disco The Joshua tree (si no me equivoco creo que salió a la venta el 9 de marzo de 1987) un disco compuesto por once canciones memorables que ya no puedo escuchar y que me encantaría hacerlo porque apenas recordarlo me pone los pelos de punta. Yo lo tengo en vinilo. Lo tengo desde entonces, desde hace dos décadas, una vida, una eternidad, cuando yo también acababa de cumplir los veinte años y era —lo admito— un poco calavera —crápula me definió en una ocasión una amiga que hice durante los dos años que residí en Barcelona— tenía veinte años, digo, era un poco calavera y de vez en cuando me atrevía a escribir sonetos como este:

Yo ya sé que tú gustas de la noche
canalla, que prefieres, a una vida
tranquila, sin bajada ni subida,
la noria del jolgorio y el derroche.

Te las das de malaje y pendenciero,
pero a mí no me engañas con memeces,
he escuchado ese cuento muchas veces
y ya cansan tus aires de putero.

Aspiras a vivir sin fatigarte.
Y así vives: sin orden ni concierto,
hundiéndote en la ruina por el arte.

Y aunque ignoro de qué forma te apañas,
al menos tu destino lo sé cierto:
Acabarás cogiendo musarañas.

Qué vergüenza. Qué vergüenza y qué ganas de llorar en esta tarde gris, en su repiquetear la lluvia habla de ti. Ay, que me pierdo, lo sé, he empezado a divagar. Me da la nostalgia y me pongo tanguero. Es lo que tiene echar mano de aquellos maravillosos años. Quería hablar de U 2, de The Joshua tree, y ya no sé lo que me digo. El pulso me tiembla, me estoy emocionando (sniff sniff).

Digo que conservo el vinilo con el yucca brevifolia estampado en el centro y que ya no puedo escucharlo porque en esta época de últimas generaciones lo que no tengo es plato y lo único que puedo hacer para consolarme es acariciarlo, tocar con las yemas de los dedos sus surcos, así, muy despacio, notar las estrías grabadas en el plástico como si fuera la huella digital de un tiempo antiguo, un fósil antediluviano, y de repente —creedlo, os lo prometo— al conjuro de ese movimiento concéntrico acude a mis oídos la música de Where the streets have no name, la guitarra inconfundible de The Edge y la voz ligeramente áspera de Bono (I wanna run, I want to hide/ I wanna tear down the walls/ That hold me inside./ I wanna reach out/ And touch the flame/ Where the streets have no name...), y después escucho I still haven’t found what i’m looking for, y después With or without you, y me doy cuenta que estoy suspirando como un fuelle contra esa llama que resiste en un rincón de mi memoria y las lágrimas que resbalan por mis mejillas son del tamaño de un puño —madre mía, si hasta llevé el pelo como él, como Bono, largo hasta los hombros— Me abandono a ese placer entrañable, regodeándome en mis recuerdos y llorando, en serio, llorando a lágrima viva. Pero de pronto me sobresalto y como si quemara retiro la mano del disco y lo que oigo es el arrastrar breakdancero de la aguja recorriendo su superficie. Entre Bullet the blue sky y Runing to stand still se me ha colado un pensamiento inquietante. Estremecido me pregunto si alguien estará planeando cobrar un canon cada vez que renovemos el D.N.I. y nos hagan estampar la huella en el impreso, por si existe la posibilidad de escuchar música a través de los dedos. (No debería haberlo escrito, lo sé, no estamos como para ir proporcionando ideas a nadie)