miércoles, 11 de febrero de 2009

El boxeador polaco – Eduardo Halfon

MELANCOLÍA. (Del lat. melancholĭa, y este del gr. μελαγχολία, bilis negra). 1. f. Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales.

Eso es, sí, ni más ni menos, la melancolía es el nexo que destaca como ningún otro entre todos los relatos incluidos en “El boxeador polaco”. Admito que también lo es el recuerdo que sin avisar asalta de vez en cuando a Eduardo Halfon —no el escritor sino el personaje, el protagonista de cada uno de estos seis cuentos, Eduardito, como lo llama Milan Rakic, pianista serbio de mirada noctámbula que añora una vida nómada de caravana en caravana y envidia a sus antepasados gitanos en “Epístrofe”, o Dudú, como lo llama Lía, la mujer de pubis rasurado. Me parece imposible, aun inverosímil, no enamorarse de alguien que se llama Lía y que además vuelve de un viaje con el pubis tersamente rasurado. A mí también, Eduardito, o Dudú, o Eduardo, personaje y escritor, coincido contigo, con ambos, es imposible no enamorarse de una mujer así—. Pero decía que también es vínculo entre las historias de “El boxeador polaco” el recuerdo de un abuelo judío que estuvo en Auschwitz, de los cinco dígitos verdes tatuados en su antebrazo izquierdo, del boxeador polaco que le salvó la vida… conforme, ese recuerdo también, no voy a discutirlo, pero me parece más apropiado la melancolía, insisto, la melancolía, sobre todo en “Lejano”, primero de los relatos, en el que se cuenta la historia de un Eduardo Halfon profesor universitario intentando rescatar a uno de sus alumnos —estudiante prometedor y poeta en ciernes— cuando éste ya ha dejado de asistir a las clases, pero además, obedeciendo a la lectura que él mismo hace de un ensayo de Ricardo Piglia —Un cuento siempre cuenta dos historias… Un relato visible esconde un relato secreto… El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto…—, además se imparte una inteligente lección, que no por trillada deja de ser válida, de cómo acercarse a la lectura: el gusto tenía que ir acompañado de un entendimiento más refinado, que casi siempre no nos gustaba algo sencillamente porque no lo entendíamos, porque no habíamos hecho un esfuerzo por entenderlo y lo más fácil, consecuentemente, era decir que no nos había gustado y lavarnos las manos de todo el asunto. Hay que fomentar el criterio, les dije, ejercitar la habilidad de análisis y síntesis, y no sólo escupir opiniones vacías. Hay que aprender a leer más allá de las palabras… Y también, más adelante: Así se lee un cuento, dejándose arrastrar por el río del autor. Ya sean esas aguas plácidas o vertiginosas, no importa. El asunto es tener el coraje y la confianza para zambullirse de lleno. Entonces la literatura, o el arte en general, se vuelve un tipo de espejo donde se reflejan todas nuestras perfecciones e imperfecciones. Algunas asustan. Otras duelen. Es curiosa la ficción ¿no? Un cuento no es más que una mentira. Una ilusión. Y esa ilusión sólo funciona si confiamos en ella. Me encanta eso del espejo donde se reflejan todas nuestras perfecciones e imperfecciones. Algunas asustan. Otras duelen. Más razón que un santo. Eso es un cuento. Lo firmo ya. Verdades como puños me he encontrado en las historias de “El boxeador polaco”, cuya escritura avanza a ritmo pausado, sin altibajos —qué agradable resulta explorar tanta calma, porque la calma también puede ser frondosa y es justo entonces cuando hay que explorarla— avanza tal cual camina y habla Joe Krupp, uno de los personajes de “Twaineando”: despacio, sosegado, como si sus pasos y palabras no tuvieran ya ninguna urgencia por llegar a donde se dirigían o como si en realidad no se dirigieran a ninguna parte. El autor tampoco tiene prisa en llegar, no tiene prisa en que lleguemos. He advertido en mi propia voluntad una ligera resistencia al abordar el siguiente relato cuando todavía estaba degustando el anterior. Paso a paso el libro se acaba y me resisto a ello. Dice el Halfon protagonista — ¿o lo dice el Halfon escritor? No sé, a estas alturas poco importa si lo dice uno u otro— que Joe Krupp sonríe como un hombre enamorado, aunque enseguida se corrige y dice que sonríe como un hombre triste. Y así es exactamente como escribe Eduardo Halfon —y ahora sí, que conste, me estoy refiriendo al escritor— como un hombre enamorado de la literatura, se nota, si no, difícil resulta entender la delicadeza y la ternura que ha ido dejando como un rastro de migas de pan en sus relatos para que nosotros las recojamos al leerlos y encontremos el mismo camino que él anduvo al escribirlos; pero también escribe como un hombre triste, ya lo he dicho al principio y he insistido en ello y ahora me repito: la tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, la sincera melancolía que hace hermoso este volumen de cuentos, cuya lectura nos deja como al pianista Milan Rakic después de su delirante actuación, con un aire de soldado herido, pero no herido de muerte sino herido de vida, herido feliz, herido boyante, herido satisfecho, sí, ni más ni menos, así nos deja: heridos y satisfechos.