jueves, 21 de febrero de 2008

Cuestión de orejas

Mi amigo Manolo vive desde hace dos décadas con su amigo Paco —cuando digo vive me refiero a que vive, o sea, que viven los dos, juntos, arrejuntados y en escándalo— y yo sé que la ilusión de ambos siempre ha sido legalizar su situación, documentarla en sagrado ya de una, vamos, casarse como todo hijo de vecino pero por la iglesia, el “sí quiero” ante el altar, nada de una boda civil cualquiera oficiada por un juez o un funcionario cualquiera; lo que ellos anhelan es que su unión sea bendecida, que se le confiera gracia divina a su alianza y si por ellos fuera por algún que otro obispo y en la catedral de Valencia, aunque bien sé yo que se conformarían con el sacerdote de la parroquia del barrio que ambos frecuentan. Porque ellos son católicos practicantes, de los de misa los miércoles y los domingos y si se presta ejercicios espirituales cada dos meses, no de los de chicha y nabo no, católicos, apostólicos y romanos y por si fuera poco incondicionales y entusiastas hasta la médula de Antonio Machín y Rocio Jurado. Pues bien, hace unos días me lo encontré en la plaza, a Manolo, saliendo de la iglesia del pueblo, y el pobre estaba más que ofendido. Con la excusa del matrimonio celebrado por el sacerdote de Benidorm entre Petita y su novio Luka —dos elefantes de 3000 kilos residentes en el parque de naturaleza Terra Natura— se había atrevido a solicitar al párroco los mismos derechos que la iglesia reconoce a los paquidermos y éste —cómo no, claro, hasta ahí podíamos llegar— lo había despachado con cajas destempladas. Casi más triste que agredido se sentía mi amigo. Con esos nombres, Petita y Luka, con esos nombres de pitiminí y esas ancas de mastodonte y casados por la iglesia; y los Manolos y Pacos del mundo qué ¿eh? qué. No sé qué más quieren, me dijo con los ojos llorosos y la punta de la nariz escaldada, si nosotros también tenemos trompa. No es cuestión de trompa, le respondí medio en broma, para aflojar la tensión más que nada, más bien debe ser cuestión de orejas. Le dije lo de las orejas y enseguida supe que había metido la pata: en un acto reflejo mi amigo se echó una mano al pabellón del oído y encogió los párpados mirándome a través de una rendijita, preguntándose —lo conozco, lo conozco desde que éramos niños y sé que el muy loco por amor es capaz de todo— si será muy doloroso agrandárselos.