martes, 23 de octubre de 2007

Fallado el IV premio Setenil


Con el fallo del IV Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España que concede el Ayuntamiento de Molina de Segura, se han cumplido gran parte de las expectativas. Ya casi nadie lo dudaba. El escritor Sergi Pàmies con su libro Si te comes un limón sin hacer muecas (editorial Anagrama) se lleva los 12.000 euros del premio. No podía ser otro. Bueno, miento —porque entre los 45 libros presentados algún que otro verdaderamente bueno había—, sí podía ser otro, pero por lo visto no tenían intención de que lo fuera.
Sólo queda felicitar al ganador, aunque no puedo dejar de advertir que los premios literarios adquieren prestigio tanto por la composición del jurado que lo otorga como por la nómina de premiados. No obstante, en este caso en el que se pretende reconocer al mejor libro de relatos publicado debemos fijarnos en una obra concreta y dejar de lado el prestigio del autor. Si nos atenemos a los vencedores de las ediciones celebradas hasta el momento —Alberto Méndez, Juan Pedro Aparicio, Cristina Fernández Cubas y Sergi Pàmies— resulta indiscutible la valía de cada uno de ellos, no así los libros por los que éstos lo han obtenido, ya que tanto Parientes pobres del diablo, en la edición pasada, como Si te comes un limón sin hacer muecas, no me parecen mejores libros ni en el conjunto de la obra de sus autores, ni durante el año en que se publicaron. Todo ello me lleva a interesarme por el grado de sinceridad que gobierna la decisión adoptada por el jurado y a cuestionar el futuro de un premio que hoy por hoy quizás aspira no tanto a resaltar la calidad como a obtener cierta resonancia.

En fin, como creo que cualquier autor es responsable de los premios literarios que se le conceden pero no culpable, sólo queda felicitar a Sergi Pàmies por los 12.000 euros que se ha llevado y felicitarlo también por haber escrito Si te comes un limón sin hacer muecas. ¿Felicitarlo por haber escrito el mejor libro de relatos publicado en España? Eso, en mi opinión, es otra historia.

domingo, 21 de octubre de 2007

jueves, 18 de octubre de 2007

Presentación de "El tacto de un billete falso"


Juan Pablo Zapater en plena intervención

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El martes, 16 de octubre de 2007, a la hora en que estaba fijada la presentación de El tacto…, en Valencia no llovía, diluviaba. Sin embargo ni siquiera el diluvio consiguió acoquinar al puñado de amigos que había decidido acompañarme, muchos más de los que sinceramente yo esperaba. Gracias a todos.

El texto que sigue es el que el poeta y amigo Juan Pablo Zapater leyó en el acto.

Reconozco haber asistido a presentaciones literarias de todo tipo: desde aquellas tan tozudamente largas y tortuosas que me hacían jurar para los adentros que esa sería la última vez en que me dejara arrastrar por la cortesía entre escritores, hasta aquellas otras tan fugaces que apenas si consistían en levantar el ejemplar presentado con una mano y un vaso de tubo bien provisto de hielo y alcohol con la otra, mientras se lanzaba a gritos cualquier brindis pretendidamente ingenioso en mitad de un local de moda. También acuden a mi mente aquellas que ensalzaban el libro en cuestión hasta alcanzar el paroxismo, de tal modo que ni el propio autor se veía capaz de asimilar tantas alabanzas juntas sobre su obra, o por el contrario, esas otras que lo hundían con tal saña delante del público asistente, que éste, lejos de acabar deseando su lectura, optaba por escapar de ella, como si de las páginas de instrucciones de cualquier complicado aparato doméstico se tratara.

Huyendo yo de tales irreverentes recuerdos, ésta de hoy intentará ser una presentación moderadamente breve y relativamente objetiva. Y digo relativamente objetiva, porque me vincula una ya antigua amistad con
Pepe Cervera, al que conocí allá por el año 1990, cuando él todavía llevaba debajo del brazo aquel conjunto de poemas llamado Tessella -con el que había obtenido un año antes el primer premio del certamen de poesía “Miguel Hernández“ y la publicación en la “Editorial Aguaclara“-. Y es que, aunque a veces no se diga demasiado o se haga con la boca un poco distraída, el autor de El tacto de un billete falso que hoy presentamos comenzó escribiendo poesía, circunstancia que yo no me resisto a revelar, precisamente por tratarse de un género tan querido para quien os habla.

También es justo reconocer que el resultado poético de
Pepe Cervera no representaba un paradigma de la lírica al uso y ya denotaba un más que apreciable coqueteo con el género narrativo, tanto en su forma como en su fondo. Leamos a título de ejemplo un fragmento de su poema Preámbulo de un epílogo del libro Tessella:

Primero me preguntaste de qué sirve enamorarse, si el amor, en definitiva, se traduce a tristeza.
Después, para qué empeñarse en estar tristes, en ir tejiendo recuerdos que, más temprano o más tarde, se perderán en el laberinto de la memoria.
Más tarde, que si para mí era cierto aquello de que la memoria está reñida con la distancia.
Yo, como única contestación a todo, te pregunté por qué ese afán interrogativo te invadía siempre antes de hacer el amor en todos y cada uno de nuestros reencuentros”.

Centrándome ahora en el objeto de la presentación que nos ocupa, os confesaré que su autor, al entregarme una versión ya prácticamente definitiva del libro, me dijo que el nexo de unión, de haber alguno, entre los distintos cuentos que lo componían era el de estar habitados por unos personajes que acababan de perder la felicidad o estaban a punto de encontrarla. Pero ¿de qué felicidad hablamos?.

Tal vez estemos en uno de los momentos de la historia en que más se habla de la felicidad, en que más se persigue y más visionarios surgen proponiendo múltiples y curiosos métodos para alcanzarla. ¿Será precisamente porque vivimos tiempos más bien “no felices“, en los que se han erigido como soberanos los valores puramente materialistas, desterrándose otros, si no estrictamente espirituales, sí al menos más generosos o altruistas?, ¿tiempos en los que todos ciegamente creemos que seremos más dichosos cuando toquemos ese falso bienestar por el que nos pasamos luchando la mayor parte de nuestras vidas?.

Intentar monopolizar la definición de la felicidad no deja de ser un ejercicio de soberbia o un serio intento de manipulación. El propio diccionario de la Real Academia Española cae con su simpleza en una definición materialista acorde con los tiempos que corren: “Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”; y luego cita un par de sinónimos no demasiado complicados: “Satisfacción, contento”. Por su parte, alguna enciclopedia profundiza un poco más y nos da un concepto tal vez más amplio y perfilado de la felicidad: “Situación del ser para quien las circunstancias de su vida son tales como las desea”. Es decir que, para llegar a ser feliz, lo primero es saber de qué quiere uno rodear su existencia, qué es lo que ambiciona o con qué se conformaría. Esta última podría admitirse como una definición básica de la felicidad, incluso como un acertado punto de partida desde el que trabajar para obtenerla. Pero aun creyendo haberla alcanzado siquiera temporalmente ¿qué hacer para ponerla a salvo?

Los personajes de estos relatos, en ocasiones, no saben por qué han perdido la felicidad, si la tuvieron, ni qué hacer para recuperarla. Y en eso radica uno de los mayores atractivos del libro, en colocar al lector en el disparadero en que se encuentra cada uno de los protagonistas que asoman a sus páginas, en vestirle con la a veces fría y a veces ardiente piel de los atribulados seres que reconocemos como parte de nosotros mismos.

Sumidos en un trasmundo virtual, pero mucho más humano y coherente que el que nos ofrecen los últimos adelantos cibernéticos, según avancemos en la lectura llegaremos a compartir los sentimientos de unos hijos desasistidos del cariño de sus padres, los de unos padres que han perdido el sitio ante los ojos de sus hijos, los de una bella mujer entrando en la edad madura para la que nadie la preparó a enfrentarse, los de un matrimonio extraviado entre el amor y el odio que se profesa, o los de aquel hombre que de repente se convierte en el único y quizás inútil consuelo para su más querido amigo... y en definitiva contemplaremos, junto al autor, esos cruciales momentos de la vida en los que se diría que hay que elegir entre tomar a solas una arriesgada decisión o dejar cobardemente que decidan por nosotros.

No voy a desvelar aquí las claves del argumento de ninguno de los cuentos que componen el libro, pero sí me gustaría constatar la acertada elección de los temas que los inspiran, la cotidianeidad elevada de escalón hasta dotarla de un trasfondo de sencillez misteriosa, de un cierto sabor de “novela negra” sin los clásicos personajes, ni los clásicos sucesos, que caracterizan ésta última.

Y todo esto entronca con las fuentes en las que reconoce haber bebido Pepe Cervera, esa narrativa breve norteamericana de la que son buenos exponentes Carver, Cheever y tantos otros. Simplificando al máximo el universo narrativo de estos dos últimos escritores citados, se podría decir que mientras el primero maneja personajes que viajan en trenes marcados por una asumida desdicha, el segundo lo hace con protagonistas que creen estar a salvo hasta que su destino les obliga a apearse otra vez en el oscuro andén de la infelicidad.

Las historias de Cervera transitan quizás por una “tercera vía“, un camino de hierro en el que se alternan los tramos seguros con los altamente peligrosos, en el que los viajeros realmente dudan si llegarán alguna vez a una apacible estación de término o si en cualquier momento descarrilarán sus vidas.

Además nuestro autor aporta formalmente su toque personal: un tono más que cinematográfico en la concepción de las escenas. Tanto que incluso algunas de ellas podrían catalogarse como una verdadera sucesión de rápidos planos generales, medios y primeros planos. Veamos al respecto este pequeño fragmento del relato titulado “Destellos tornasolados”, que por cierto forma un curioso díptico, repitiendo protagonistas, con el cuento que inmediatamente le sigue:

Sin embargo, hoy, a primera hora de la tarde, cuando la vemos abandonar el edificio donde trabaja, cargando con una bolsa de deporte que contiene una muda y la ropa que utiliza para sus ejercicios físicos, ya sabemos que al humedecer el perfil de su boca con la punta de la lengua y tragar saliva, notará un sabor de esparto al final de su garganta, y se sentirá torpe, agarrotada, como si se hubiera colado en una fiesta en la que no va a ser bien recibida.

Se detiene un momento en la calle y duda si coger un taxi. No le gusta esa sensación que la atenaza. Comprueba la hora en su reloj de pulsera. Mañana sin falta debe enviarle la invitación a Antonio Delinde, un crítico influyente del que está segura recibirá el apoyo que necesita para la exposición de Gustavo. Se lo debe. Saca una pequeña agenda del interior de su bolso de mano y lo anota. Faltan cuatro días para la inauguración. Cuenta mentalmente. Desconfía del servicio de correos. Mejor será llamarlo por teléfono, esta misma noche. Corrige lo anotado. Vuelve a comprobar la hora y comienza a ponerse nerviosa...

Esa agilidad narrativa y esa profunda implicación que Cervera logra despertar en el lector serían algunos de los principales rasgos que podrían definir esta colección de cuentos que hoy presentamos. Y también una calibrada dureza que se deja sentir a lo largo de los catorce textos que como catorce asaltos de un combate vital se van librando sobre el cuadrilátero que representan las páginas abiertas de este libro.

Yo, por mi parte, he intentado encajar como un buen fajador la amplia gama de sordos y estratégicos golpes que a veces me llovían desde estos relatos, y en ocasiones me he sentido aliviado al terminar su lectura, como debe sentirse un púgil al escuchar el salvador sonido de la última campana.

Confío en que otros, enfrentando este libro, acaben también con los ojos del alma amoratados y empiecen a dejar de buscar cualquier indicio de felicidad en el áspero tacto de un billete falso.

El tacto... en EL PAIS


El periódico EL PAIS, en su edición de la Comunidad Valenciana, se hace eco hoy de la presentación de El tacto de un billete falso que, como ya sabéis, tuvo lugar en la Casa del libro de Valencia el martes, 16 de octubre de 2007.
Pinchad aquí para leerlo.

jueves, 11 de octubre de 2007

Carlos de la Peña y el tango

Allá por 1986 el segundo vinilo de Antonio Bartrina y sus Malevaje —Fernando Gilabert, Ramón Godes, Edi Clavo y el maestro bandeonista Osvaldo Larrea—, vino a descubrirme lo que a lo largo de las últimas dos décadas se ha ido afianzando como una de mis contadas debilidades: el tango. Pude disfrutar del directo de Malevaje en varias ocasiones, así, a bote pronto, que yo recuerde, en la sala Continental y en el Teatro Valencia Cinema, ambos locales desaparecidos en la actualidad. Años más tarde descubrí a Carlos de la Peña —cantor de tangos porteño afincado en Valencia desde hace casi dos décadas— y desde entonces he frecuentado sus actuaciones en diferentes bares de la ciudad como la Malquerida, Berretín de Buenos Aires, Tango y Truco...

Recuerdo la primera vez que lo vi: La presencia de Carlos de la Peña, casi con 80 años a cuestas, vestido con traje cruzado, pañuelo y camisa a juego, me impresionó por su señorío, su seriedad, una aparente altivez que podía llegar a confundirse con una fanfarronería excesiva. No obstante su carácter dicharachero desterró muy pronto la imagen que me pude formar entonces. Carlos de la Peña posee una voz firme, atronadora, capaz de agrietar el cristal de los vasos o despeinarte a cien pasos de distancia; una voz que tan pronto se ajusta a las pautas de monotonía marcadas por los vates, como se impregna de las melodías más hermosas que en su día compusieron Osvaldo Pluguiese, Anibal Troilo, Carlos de Sarli, Osvaldo Fresedo… El tango que de la Peña canta es un tango rabioso, invencible, arrollador desde la primera estrofa; avanza con paso elegante y ritmo preciso, buscando sumergirse siempre en el aliento poético. Más que hablar de sentimientos los transmite, esa es una de sus virtudes. Durante mucho tiempo me he preguntado qué hacía yo con apenas veinte años escuchando tangos, pero me basta reflexionar sobre las historias que el tango cuenta —ambientes prostibularios, amistad, desengaños amorosos (los malévolamente llamados lamentos de cornudo), afrentas y venganzas, peligros y aventuras vividas en un mundo de arrabal— para obtener la respuesta, que en definitiva viene a ser la misma respuesta a otra de mis frecuentes preguntas: ¿Qué hago yo con más de cuarenta años escuchando tangos?

Soy consciente de que en la actualidad —en esta época en que todos los esfuerzos por difuminar la diferencia entre sexos no hacen más que evidenciarla— no es difícil encontrar quien afirme que el tango abusa de una óptica machista. Sin embargo, yo opino que igual de difícil resulta encontrar a una mujer que, después de escuchar En esta tarde gris, Por qué la quise tanto, o Tan sólo tú, no se sienta halagada por la devoción que se les dedica a través de sus letras. Toda esa prepotencia, esa superioridad, esas cualidades que a simple vista ensalzan al hombre en detrimento de la mujer, no son más que una máscara con la que disfrazar el sometimiento de aquel. El hombre de tango ha decidido sacrificar su orgullo, humillarse, admitir la derrota frente a una fatalidad que le impide seguir viviendo cuando su amor no es correspondido.

Llevo más de media vida escuchando tangos: Garufa, A media luz, Malevaje, Margot, Calavera viejo, Ventarrón, Cambalache, De puro guapo, Tres amigos... Hay quien sitúa su origen ni más ni menos que hace cuatro siglos, en las fiestas que los negros llegados entonces a río de la Plata organizaban para recolectar fondos destinados a la redención de la esclavitud de sus hermanos de raza. Por mi parte prefiero situar su umbral ni más allá ni más acá que en el mismo corazón, ahí es exactamente donde el tango tiene su epicentro y es desde ahí que se propaga en ondas vibratorias, sacudiendo a su paso cada una de las células de nuestro organismo, estremeciendo, alterando cada una de las emociones que se alojan en lo más recóndito de aquello que en el tango llamamos alma.

Y si no, que se lo pregunten a Carlos.

El bar Tango y Truco y la Asociación Cultural Arte Somos organizan un gran homenaje al cantor de tangos Carlos de la Peña en su 60 aniversario de carrera artística para el próximo 20 de octubre de 2007 en el teatro Flumen de Valencia (C/ Gregorio Gea nº 15), con la participación de músicos destacados como Antonio Bartrina, Ernesto Urra, Rafa Archela, o Gabriela Castillo, entre otros.

lunes, 1 de octubre de 2007

El tren de las cinco cuarenta y ocho vs. El tren

Para Miguel Ángel Muñoz

“El tren de las cinco cuarenta y ocho” —premio Benjamín Franklin magazine award en 1955— se publicó veinte años antes de que John Cheever y Raymond Carver coincidieran como maestros en los talleres de escritura creativa de la universidad de Iowa, en 1973.
En esta ocasión Cheever escribe un relato que ya desde el principio puede entenderse como una estampa sobre la hipocresía y la falsedad que rige la conducta del hombre moderno, un discurso sobre las diferentes capas sociales que se manifiestan en una gran ciudad, sobre el desprecio que hacia el prójimo anida en cada uno de nosotros, seres individualistas, soberbios y prepotentes.

El agua fría derramándose sobre su cara y sus manos, el olor desagradable de las cunetas y del asfalto húmedo, la conciencia de que se le estaban empezando a mojar los pies (…) parecieron acrecentar la amenaza que suponía su perseguidora. Todo lo que rodea a Blake, el protagonista, es una provocación para su estado de ánimo, incluso la lluvia vespertina aumenta el efecto intimidatorio que produce ser perseguido por una mujer, circunstancia que le resulta molesta e irritante de una forma desproporcionada. Los personajes de Cheever, cuya conducta se ve condicionada por una desmedida propensión a la complejidad, eligen gobernar sobre el curso de sus vidas, decidir, valerse de la propia voluntad para que el mundo se acompase al ritmo de su existencia, y no al contrario. La vida no puede verse alterada por la fortuna o la fatalidad. Los hombres y mujeres sobre los que Cheever escribe aspiran a una fuerza que les permita moldear su destino, y en algunos casos, creen poseerla.
Blake ni siquiera recuerda el nombre de la mujer, pese a lo orgulloso que se siente del alcance de su memoria. Sabemos que meses atrás ella trabajó como secretaria de Blake y que éste, considerándola estúpida, vulgar e insignificante, apenas tardó tres semanas en hacer que la despidieran. También sabemos que Blake es un individuo orgulloso, —egoísta, como todos los que cavilan en torno a su corazón, así describió Nathaniel Hawthorne a uno de sus personajes y así podríamos describir al nuestro— con un alto grado de complacencia hacia sí mismo. Sentado en el tren echa un vistazo a los pasajeros que lo acompañan; mientras tanto, Cheever nos describe en un par de párrafos admirables la sociedad en la que habita, comunidades cerradas, pretenciosas, garantes de una moral tradicional y conservadora. Lo hace con cierto sarcasmo, dejando claro que nuestro hombre sigue acomodado un peldaño por encima de sus vecinos.
Miss Dent, que así se llama la mujer que ha seguido a Blake, ha adoptado la decisión que a muchos de nosotros nos gustaría tomar en más de una ocasión: Quitar de en medio a todo aquel que interfiera nuestra marcha hacia la felicidad. Lo intimida con un revolver, aunque en realidad no pretende matarlo. La existencia de ese hombre le parece mezquina y al cabo ella considera que su sensatez y su dignidad le impiden actuar de forma tan degradante.

Hasta que se dio cuenta, por su actitud, por su aspecto, de que miss Dent se había olvidado de él; que había terminado de hacer lo que se había propuesto, y que estaba a salvo. Entonces se incorporó del todo, recogió el sobrero del sitio donde había caído y se dirigió hacia su casa.

Las últimas líneas del relato vuelven a poner a cada uno de los personajes en el punto de partida. En efecto: La vida no puede verse alterada por el azar. El suceso traumático que acaban de sufrir no basta para que miss Dent pueda aproximarse un poco más a su ansiada felicidad, como tampoco basta para que Blake empiece a distanciarse de la suya.


“El tren” se incluye en “Catedral”, el tercer libro de relatos de Raymond Carver, publicado en 1983 y escrito en una época creativa en que el autor se había propuesto alejarse del extremo laconismo que caracterizaba sus obras anteriores, para dotar a sus historias de una sustancia más evidente y suministrar a sus personajes una enjundia de la que antes carecían.

Blake cayó hacia delante sobre el polvo. El carbón le desolló la cara. Luego se tumbó por completo, llorando.

El fragmento que antecede pertenece a los últimos párrafos de “El tren de las cinco cuarenta y ocho”, y es, precisamente, el punto desde el que se inicia el relato de Carver. Ahora encontramos a miss Dent en el momento siguiente en que Cheever la había dejado. Acaba de abandonar al hombre tirado en el polvo y se encamina hacia la estación de ferrocaril —De ningún modo Carver nos dará a conocer los antecedentes al momento en que se desarrolla la acción. Si no se ha leído con anterioridad el relato de Cheever se desconocerá por qué la mujer ha estado encañonando al hombre con un revolver. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente: Esa es la única alusión al conflicto—, donde coincide con un anciano y una mujer de mediana edad que a primera vista juzga estrambóticos. Miss Dent piensa que han tenido que salir corriendo de algún sitio o que se encuentran demasiado bebidos. El protagonismo del relato es adquirido de repente por estos dos personajes. Nuestra atención se aparta de miss Dent, conquistada por la tensión que palpita entre el anciano y la mujer. Mientras discurre la acción se nos sugiere que una incógnita, un acontecimiento del que no poseemos información, es la causa de su inquietud. Miss Dent prefiere mantenerse al margen, no participar en la conversación, pese a las alusiones o provocaciones de que es objeto. Llega el tren. Los viajeros que ya lo ocupan, al verlos desde sus asientos, parados en el andén, piensan que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuere cual fuere el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. El autor no pone nada de su parte para que la impresión que también el lector recibe sea distinta. Nos invita a participar en el equívoco. Ahí radica una de las diferencias entre los enfoques de ambos autores. Carver sí permite que sus personajes sean inquietados por ese mundo que les rodea, en este sentido son más vulnerables. Son personajes que se resignan, se conforman con esa incapacidad que los somete y les impide influir en su entorno.
Con todo no existe razón alguna para que estos tres desconocidos despierten más que una fugaz curiosidad, ya que el mundo está lleno de historias de todo tipo. Los viajeros siguen pensando en sus cosas, preocupados por sus propios asuntos. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros vive convencido de la magnitud de su propia existencia. Nuestros problemas —ya sean trascendentes o insignificantes—, los sucesos más cotidianos que nos acontecen, representan nuestros miedos y nuestros más estruendosos fracasos.

Quiero imaginar a Raymond Carver y a John Cheever en una de las tantas noches etílicas que compartieron en Iowa; los quiero imaginar viajando en el coche del primero en busca de alguna tienda de licores abierta a altas horas de la madrugada. Quiero imaginar que fue entonces cuando Carver decidió tomar prestada a miss Dent para escribir “El tren”, y que Cheever, al no conformarse únicamente con la dedicatoria que aquel le prometió y que encabeza el relato, quiso esconderse entre los viajeros que aquella noche miraban por la ventanilla y deleitarse —él, que ya casi había llegado al final de su camino— con el nuevo viaje que le proponía su amigo.