Allá por 1986 el segundo vinilo de Antonio Bartrina y sus Malevaje —Fernando Gilabert, Ramón Godes, Edi Clavo y el maestro bandeonista Osvaldo Larrea—, vino a descubrirme lo que a lo largo de las últimas dos décadas se ha ido afianzando como una de mis contadas debilidades: el tango. Pude disfrutar del directo de Malevaje en varias ocasiones, así, a bote pronto, que yo recuerde, en la sala Continental y en el Teatro Valencia Cinema, ambos locales desaparecidos en la actualidad. Años más tarde descubrí a Carlos de la Peña —cantor de tangos porteño afincado en Valencia desde hace casi dos décadas— y desde entonces he frecuentado sus actuaciones en diferentes bares de la ciudad como la Malquerida, Berretín de Buenos Aires, Tango y Truco...
Recuerdo la primera vez que lo vi: La presencia de Carlos de la Peña, casi con 80 años a cuestas, vestido con traje cruzado, pañuelo y camisa a juego, me impresionó por su señorío, su seriedad, una aparente altivez que podía llegar a confundirse con una fanfarronería excesiva. No obstante su carácter dicharachero desterró muy pronto la imagen que me pude formar entonces. Carlos de la Peña posee una voz firme, atronadora, capaz de agrietar el cristal de los vasos o despeinarte a cien pasos de distancia; una voz que tan pronto se ajusta a las pautas de monotonía marcadas por los vates, como se impregna de las melodías más hermosas que en su día compusieron Osvaldo Pluguiese, Anibal Troilo, Carlos de Sarli, Osvaldo Fresedo… El tango que de la Peña canta es un tango rabioso, invencible, arrollador desde la primera estrofa; avanza con paso elegante y ritmo preciso, buscando sumergirse siempre en el aliento poético. Más que hablar de sentimientos los transmite, esa es una de sus virtudes. Durante mucho tiempo me he preguntado qué hacía yo con apenas veinte años escuchando tangos, pero me basta reflexionar sobre las historias que el tango cuenta —ambientes prostibularios, amistad, desengaños amorosos (los malévolamente llamados lamentos de cornudo), afrentas y venganzas, peligros y aventuras vividas en un mundo de arrabal— para obtener la respuesta, que en definitiva viene a ser la misma respuesta a otra de mis frecuentes preguntas: ¿Qué hago yo con más de cuarenta años escuchando tangos?
Soy consciente de que en la actualidad —en esta época en que todos los esfuerzos por difuminar la diferencia entre sexos no hacen más que evidenciarla— no es difícil encontrar quien afirme que el tango abusa de una óptica machista. Sin embargo, yo opino que igual de difícil resulta encontrar a una mujer que, después de escuchar En esta tarde gris, Por qué la quise tanto, o Tan sólo tú, no se sienta halagada por la devoción que se les dedica a través de sus letras. Toda esa prepotencia, esa superioridad, esas cualidades que a simple vista ensalzan al hombre en detrimento de la mujer, no son más que una máscara con la que disfrazar el sometimiento de aquel. El hombre de tango ha decidido sacrificar su orgullo, humillarse, admitir la derrota frente a una fatalidad que le impide seguir viviendo cuando su amor no es correspondido.
Llevo más de media vida escuchando tangos: Garufa, A media luz, Malevaje, Margot, Calavera viejo, Ventarrón, Cambalache, De puro guapo, Tres amigos... Hay quien sitúa su origen ni más ni menos que hace cuatro siglos, en las fiestas que los negros llegados entonces a río de la Plata organizaban para recolectar fondos destinados a la redención de la esclavitud de sus hermanos de raza. Por mi parte prefiero situar su umbral ni más allá ni más acá que en el mismo corazón, ahí es exactamente donde el tango tiene su epicentro y es desde ahí que se propaga en ondas vibratorias, sacudiendo a su paso cada una de las células de nuestro organismo, estremeciendo, alterando cada una de las emociones que se alojan en lo más recóndito de aquello que en el tango llamamos alma.
Y si no, que se lo pregunten a Carlos.
El bar Tango y Truco y la Asociación Cultural Arte Somos organizan un gran homenaje al cantor de tangos Carlos de la Peña en su 60 aniversario de carrera artística para el próximo 20 de octubre de 2007 en el teatro Flumen de Valencia (C/ Gregorio Gea nº 15), con la participación de músicos destacados como Antonio Bartrina, Ernesto Urra, Rafa Archela, o Gabriela Castillo, entre otros.
Recuerdo la primera vez que lo vi: La presencia de Carlos de la Peña, casi con 80 años a cuestas, vestido con traje cruzado, pañuelo y camisa a juego, me impresionó por su señorío, su seriedad, una aparente altivez que podía llegar a confundirse con una fanfarronería excesiva. No obstante su carácter dicharachero desterró muy pronto la imagen que me pude formar entonces. Carlos de la Peña posee una voz firme, atronadora, capaz de agrietar el cristal de los vasos o despeinarte a cien pasos de distancia; una voz que tan pronto se ajusta a las pautas de monotonía marcadas por los vates, como se impregna de las melodías más hermosas que en su día compusieron Osvaldo Pluguiese, Anibal Troilo, Carlos de Sarli, Osvaldo Fresedo… El tango que de la Peña canta es un tango rabioso, invencible, arrollador desde la primera estrofa; avanza con paso elegante y ritmo preciso, buscando sumergirse siempre en el aliento poético. Más que hablar de sentimientos los transmite, esa es una de sus virtudes. Durante mucho tiempo me he preguntado qué hacía yo con apenas veinte años escuchando tangos, pero me basta reflexionar sobre las historias que el tango cuenta —ambientes prostibularios, amistad, desengaños amorosos (los malévolamente llamados lamentos de cornudo), afrentas y venganzas, peligros y aventuras vividas en un mundo de arrabal— para obtener la respuesta, que en definitiva viene a ser la misma respuesta a otra de mis frecuentes preguntas: ¿Qué hago yo con más de cuarenta años escuchando tangos?
Soy consciente de que en la actualidad —en esta época en que todos los esfuerzos por difuminar la diferencia entre sexos no hacen más que evidenciarla— no es difícil encontrar quien afirme que el tango abusa de una óptica machista. Sin embargo, yo opino que igual de difícil resulta encontrar a una mujer que, después de escuchar En esta tarde gris, Por qué la quise tanto, o Tan sólo tú, no se sienta halagada por la devoción que se les dedica a través de sus letras. Toda esa prepotencia, esa superioridad, esas cualidades que a simple vista ensalzan al hombre en detrimento de la mujer, no son más que una máscara con la que disfrazar el sometimiento de aquel. El hombre de tango ha decidido sacrificar su orgullo, humillarse, admitir la derrota frente a una fatalidad que le impide seguir viviendo cuando su amor no es correspondido.
Llevo más de media vida escuchando tangos: Garufa, A media luz, Malevaje, Margot, Calavera viejo, Ventarrón, Cambalache, De puro guapo, Tres amigos... Hay quien sitúa su origen ni más ni menos que hace cuatro siglos, en las fiestas que los negros llegados entonces a río de la Plata organizaban para recolectar fondos destinados a la redención de la esclavitud de sus hermanos de raza. Por mi parte prefiero situar su umbral ni más allá ni más acá que en el mismo corazón, ahí es exactamente donde el tango tiene su epicentro y es desde ahí que se propaga en ondas vibratorias, sacudiendo a su paso cada una de las células de nuestro organismo, estremeciendo, alterando cada una de las emociones que se alojan en lo más recóndito de aquello que en el tango llamamos alma.
Y si no, que se lo pregunten a Carlos.
El bar Tango y Truco y la Asociación Cultural Arte Somos organizan un gran homenaje al cantor de tangos Carlos de la Peña en su 60 aniversario de carrera artística para el próximo 20 de octubre de 2007 en el teatro Flumen de Valencia (C/ Gregorio Gea nº 15), con la participación de músicos destacados como Antonio Bartrina, Ernesto Urra, Rafa Archela, o Gabriela Castillo, entre otros.
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