
El trabajo realizado por los componentes de esta publicación (Roberto Santander, Martín Abadía y Emiliano “Mome” Marilungo) me ha parecido de lo más interesante y creo que vale la pena echarle algún que otro vistazo. Que lo disfrutéis.
El relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela (John Cheever)
El ranchero Croom con botas hechas a medida y un astroso sombrero, ganadero de mirada estrábica, con unos cuantos pelos sueltos como extremos enroscados de cuerdas de violín, bailarín de pies ligeros sobre tablas astilladas o bajando las escaleras del sótano a coger del botellero una de sus extrañas cervezas de fabricación casera, espumosas, brumosas, botellas que estallan lanzando guirnaldas de espuma, el ranchero Croom, borracho, galopa de noche por la oscura llanura, gira en un lugar por donde sabe que se llega al borde de un cañón, allí desmonta y mira desde arriba los desprendimientos, espera, luego da un paso adelante y hiende el aire con su último alarido, las mangas de su camisa se ondulan sobre unos brazos como aspas de molino, los vaqueros flotan sobre la caña de las botas, pero antes de chocar contra el suelo se eleva hasta lo alto del despeñadero como un corcho en un cubo de leche.
La señora Croom irrumpe en escena en el segundo párrafo. Una mujer callada, sometida, con un moño recogido en la nuca, vestido oscuro, abotonado desde la garganta hasta las rodillas, cuello y puños de encaje almidonado, botas de caucho hasta media caña que le permiten trajinar en la pocilga; una mujer espigada con menos años de lo que su rostro aparenta y que en el fondo y en lo no tan fondo no es ya que no lamente sino más bien se alegra de la muerte de su marido.
La señora Croom en el tejado, sierra en mano, abre un agujero sobre el ático, una habitación que lleva doce años sin pisar gracias a los candados y advertencias del viejo Croom, acicates de su curiosidad, el sudor vuela cuando sustituye la sierra por un cincel y un martillo hasta que una dentada placa del caballete se desprende y puede ver el interior; justo lo que había pensado: los cadáveres de las amantes del señor Croom; las reconoce por las fotografías de los periódicos: MUJER DESAPARECIDA; algunos tan tiesos como la cecina y más o menos del mismo color, algunos enmohecidos por haber estado bajo una gotera, todos ellos maltratados, cubiertos de alquitranadas huellas de manos, señales de tacones de botas, algunos del azul brillante de los restos de la pintura que utilizaron años atrás para los postigos, uno envuelto en periódicos desde los pezones hasta la rodilla.
Independientemente del mundo que Annie Proulx nos dibuja con estos dos párrafos, la clave del relato, en mi opinión, se encuentra en la siguiente frase: “justo lo que había pensado”. Sí, la señora Croom consigue acceder a la buhardilla y allí descubre “justo lo que había pensado”. Se me atragantó el bocado literario cuando la leí por primera vez y vuelve a atragantárseme cuando vuelvo a leerla. O sea, la señora Croom lo sabía, lo sabía y callaba y seguía reuniéndose los domingos por la mañana con los miembros de su congregación religiosa; con su voz oscura entonaba salmos bajo la dirección del pastor y callaba y seguía viviendo junto a un hombre que se divertía matando mujeres y almacenando cadáveres en el ático de su propia casa. No dijo nada a nadie la señora Croom. Me estremece mucho más lo que esas cinco palabras encierran que el resto de la historia. Esas cinco palabras describen la personalidad de la señora Croom con más profundidad que muchas y más extensas descripciones, dejan abierta la historia no ya para que el lector se imagine lo que vendrá a continuación sino lo que ha ocurrido hasta llegar a ese momento, la sinrazón que a menudo dirige los pasos de una existencia yerma. Esa única frase le ha bastado a E. Annie Proulx para ponerme los pelos de punta. Si eso no es un buen relato…