domingo, 25 de mayo de 2008

La vista desde Castle Rock - Alice Munro

Con los brazos alzados en el Anillo de Brodgar (Islas Orcadas)

En la primavera de 2006 realicé junto a unos amigos un viaje por el norte de Escocia. El avión nos dejó en Prestwick, a poco más de treinta kilómetros de Glasgow, y desde allí, con un vehículo de alquiler, perfilamos el mar del Norte hasta las Islas Orcadas y luego regresamos por la costa atlántica hasta Edimburgo. No suelo hacerlo, pero en aquella ocasión intenté llevar un diario. Apuntaba las conversaciones que abordábamos e intentaba describir los lugares y las sensaciones que se despertaban jornada tras jornada. Un día, ya a finales de febrero de 2008, después de leer La vista desde Castle Rock, quise repasar las notas que tomé durante aquel viaje y me encontré lo siguiente:

“Rodábamos a través de los cenicientos prados que asoman al océano Atlántico. A lo largo de casi cien kilómetros vimos delgados riachuelos que se ramificaban y volvían a ramificarse como venas entreverando la deshabitada y pantanosa tierra del oeste de Escocia, sumergiéndose y más allá aflorando a la superficie para dibujar una caprichosa maraña. Sobre aquella región no había caído la primavera. Hacía frío y oscuro era el color de los campos y el aire húmedo olía a lo mismo que huelen los minutos anteriores a una tormenta, como si el invierno se hubiera valido de un encantamiento y la vida tuviera que continuar en un mundo sin estaciones”.
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Hoy me viene a la cabeza aquel paisaje y quiero utilizar el párrafo anterior para explicarme la impresión que me produce la escritura de Alice Munro (Wingham, Ontario, 1931, descendiente de William Laidlaw, quien fuera pastor en el valle de Ettrick, a unos 85 kilómetros al sur de Edimburgo), autora de las colecciones de relatos Las lunas de Júpiter, El amor de una mujer afortunada, El progreso del amor, Secretos a voces, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Escapada.

No es difícil advertir que la autora gusta en sus argumentos de contraponer dos universos completamente desiguales, trabajar las diferencias entre los adolescentes y esos adultos en que un día llegarán a convertirse, buscar el efecto del contraste entre el mundo que te permite prosperar y el mundo donde lo único permitido es soñar con conseguirlo. La mayoría de los cuentos de la escritora canadiense son historias cerradas en sí mismas, en las que se nos facilita una abundante información sobre los personajes, consiguiendo así que su literatura adquiera la apariencia elegante de un huso; alargada, gruesa en el centro —donde la hebra queda ovillada, la hebra: el hilo principal de la narración y cada una de sus numerosos ramales— y adelgazándose hacia los extremos, en el principio y el fin de cada uno de los relatos.

La vista desde Castle Rock no se aparta de esta técnica narrativa, la misma que su autora ha venido utilizando en todos sus libros anteriores. En éste que ahora elogio se recogen una docena de cuentos en los que nos narra la vida de sus antepasados en una suerte de árbol genealógico, empezando por aquellos que en 1799 lucharon por abandonar Escocia empujados por el deseo de realizar sus sueños en América, pasando por algunos cuentos con tintes iniciáticos como son Bajo el manzano —en el que se narra el descubrimiento del primer amor— y Ayuda doméstica —en el que la protagonista descubre un mundo al que no está segura de querer pertenecer (es curioso cómo en este relato pueden encontrarse ecos de Jesse y Meribeth, incluido en El progreso del amor, libro publicado veinte años antes)—, pasando también por la escapada que ya a finales del siglo XX protagoniza una chica lista con la intención de ir a la universidad y casarse, y terminando en el verano de 2004, cuando la misma Alice Munro visita el lugar donde murió su tatarabuelo, William Laidlaw, en busca de algún rastro de su vida.

Cada uno de los doce relatos me recuerda a una de esas fotografías que cualquiera conserva en el interior de una caja de zapatos en un altillo del armario. De vez en cuando me gusta echarles un vistazo, deleitarme en su textura granulosa, en los colores sepia de las imágenes, en sus bordes dentados. Suelo recordar historias sobre los predecesores que llegué a conocer e inventar otras para aquellos con los que el tiempo no me ha permitido coincidir. Una de las necesidades cuya satisfacción ha de perseguir el hombre es averiguar de dónde procede, estoy convencido de ello, remontarse al origen de todo para confirmar que el camino que ha decidido recorrer es el acertado. Nuestros planes de futuro deben estar a la altura de todos los que nos precedieron. Opino que es una manera de honrar la memoria de nuestros muertos, de evitar que nuestra propia existencia nos avergüence. Eso es precisamente lo que creo que ha hecho Alice Munro.

He leído en algunas reseñas que éste es un libro autobiográfico. Ella misma lo insinúa en el prólogo: “Hacía algo más cercano a la autobiografía: explorar una vida, mi propia vida”, aunque a renglón seguido diga que los relatos no conceden tanta importancia a la verdad de una vida como para dar fe de ella, y diga también que los relatos de La vista desde Castle Rock se han convertido en ficción dentro del marco de una historia auténtica y que han acabado confluyendo, ficción y autenticidad, en un único cauce.

Yo no sé si creerla, la verdad, prefiero dudarlo —ya se sabe, los escritores mienten más que hablan—, prefiero dudar que ésta sea una obra autobiográfica sin más porque no considero necesario para valorarla imaginar que los personajes de los que me habla Alice Munro existieron y que todos ellos forman parte de su parentela. Ese es el dato que menos me importa. Me basta para considerarlo uno de los muy recomendables que he leído en lo que va de año creer que sencillamente es un libro de cuentos, un hermoso y entrañable libro de cuentos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Salve Quirite.
Ah!... el imponente Ben Nevis, también yo tengo recuerdos del áspero paisaje escoces y lo evocador de su átmosfera.
Tomo nota y paso a leer las narraciones de Munro.

Miguel Sanfeliu dijo...

Buena reseña, Pepe.
Le entran a uno ganas de dejar lo que tiene entre manos e irse a buscar libros de Alice Munro.
Éste que comentas no lo conocía.
un abrazo.