Cuando conocí a Pepe Cervera, unos tiempos en que el ilustre poeta valenciano Juan Pablo Zapater peinaba bucles de princesa y Carlos Marzal, otro ilustre poeta valenciano, escribía poemas con rima; unos tiempos aquellos en los que el que os habla ahora llevaba corbatas… Como iba diciendo, cuando conocí a Pepe Cervera, unos tiempos en que parecía estar de moda ser poeta en Valencia, Pepe Cervera no era aún este tipo cruel que veis aquí, este desaprensivo, este preclaro entomólogo del animal humano, este canalla: el tío de la lupa. Pepe Cervera era un poeta, un hombre inclinado a músicas sutiles y versos de entonación suave. Pepe me resultó simpático desde el primer día, porque era alguien tan como todos los demás, dejando aparte sus veleidades líricas, que uno sentía que estando con él se encontraba casi a solas consigo mismo. Pero la vida siempre hace de las suyas, y no sabremos nunca qué secreta catástrofe amorosa, qué hipertrofia de la vista, qué disfunción eréctil, lo han llevado a ver la vida, y a escribirla, tal y como hoy la ve y escribe. Uno estaría tentado de decirle: “¡Pepe, hombre, la vida no es precisamente un desayuno entre santas madres teresianas, pero tampoco es para tanto!”. Y uno se lo diría tras leer su libro de cuentos Conozco un atajo que te llevará al infierno, si no fuera porque la lectura misma, que por una parte arrastra al lector por los peores abrojos y espinos de la condición humana, por la otra tiene la virtud de curarle las heridas y de ponerle la venda blanca. Este es el milagro de la literatura, ya lo supieron los griegos, siempre tan sapientes, y lo llamaron con nombre de gran puta de lujo alejandrina: la Catarsis.
Pepe es narrador como Mike Thyson fue púgil: no son dos artistas a los que les seduzca el bailoteo, la finta y el adorno; lo suyo es el golpe seco a los hígados y a otra cosa mariposa. Pepe nos pone los puntos y aparte a sus lectores como el gigante negro hacía que se los pusieran de sutura a los desafortunados rostros de sus rivales. La sociedad de autores le habría podido conceder con toda justicia, si lo hubiese, el premio en ahorro de adjetivos a este libro de cuentos, a este ajuste de cuentas con las dimensiones más crudas de la realidad. No es éste lo que se suele decirse un libro bonito y, sin embargo, es un libro muy hermoso. Y lo es, sobre todo, porque aquí los monstruos, esos que acechan en el interior de todo buen ciudadano, campan por sus respetos sin que nadie les levante un dedo moral reprobatorio. Niños verdugos inocentes de hombres y de gatos; pringaos por un llévame allá el paquetito de farlopa que no pasa nada y sale muy a cuenta; madres con la cabeza perdida; padres con el humor de Satanás; hijos huyendo de su madre la loca y de su padre el terrible, terribles ellos mismos en su haber mamado matarratas y cuchillas de afeitar: una nueva parada de los monstruos, como decíamos. Pepe saca su lupa y nos agiganta los perfiles de nuestras miserias sin hacernos el feo. Con delicadeza, nos hace ver que no siempre somos delicados, y que no lo somos ni siquiera con nosotros mismos. ¿Cómo podríamos hallar la paz en nuestro interior si dos palmos más allá de nuestra frente nos amenaza el mundo de los otros? Y este mundo está lleno de esa gente, o así al menos lo sienten los personajes de este libro, dispuesta a buscar su felicidad a costa de la del prójimo. No es difícil adivinar el resultado de tal actitud. Un mundo de hienas que ríen amargamente mientras desgarran los frágiles tendones de la caridad y mastican el hueso de su propio asco. No hay aquí ni siquiera ganadores; todos pierden incluso cuando creen ganar, porque la ganancia verdadera poco tiene que ver con el hecho de que consigamos salirnos con la nuestra.
Pepe ha escrito un libro de gran economista de la palabra: no es que se las ahorre, no, puesto que no se muerde nunca la lengua y es siempre además preciso en su lenguaje; lo que ocurre es que no ha quemado una carcasa en falso, no gusta del subrayado ni de sacar la consecuencia, lo cual deja bien a la vista del lector lo que en sus silencios se hace del todo consecuente. Éste es un puñado de cuentos brillantes sin ningún brillo postizo, crueles sin buscar la crueldad, hondos tras su apariencia epidérmica. Si pudiéramos medirlos en kilovatios, diríamos que el lector, desde la primera de sus descargas, no podrá ya despegarse del valladar electrificado al que se trepó sin saber dónde se agarraba, porque estos relatos te cogen desde la primera página y no te sueltan hasta tenerte asado por completo. Si pudiéramos medirlos con la medida con que se mide el vapor, que Dios quizá la sepa, pero que yo ahora mismo ignoro, pues ni siquiera estoy seguro, ahora que lo pienso, de que la electricidad se mida en kilovatios, ustedes sabrán disculpar mi candidez científica; en fin, si pudiéramos medirlos en atención a lo que en ellos se condensa, bastaría una palabra: soledad, esa licuefacción del alma -y ya ven que ese día sí asistí a la clase de física- cuya secreción atribulada se va calentando más tarde para elevarse como una nube de desamparo. Y sin embargo, hay algo sobrio en esta soledad terráquea y planetaria, hay una aceptación sin más de lo que semeja no poder pintar de manera diferente: la vida, nuestro modo de batirnos con ella y tolerar que siempre nos revuelque y nos ponga a cuatro patas. Uno estaría, sí, tentado de decirle a su buen amigo que tampoco es para tanto, que relea los veinte poemas de amor de Pablo Neruda; que vuelva a ver esa gran película navideña: Qué bello es vivir, o aunque sólo sea Mary Poppins; que hable con el cura de su pueblo; que pruebe con el Ciales si no le probó el Viagra… Pero lo cierto es que la vida es tal y como él la ve a través de estos relatos, porque estos cuentos enconados crean su mundo propio, su realidad, y en ella todo es tan real como aquí mismo, aunque no todos por aquí sean tan cabrones como los jíbaros que transitan por su libro. Tampoco Celine, del que lo creo devoto, ni Bukovski, al que lo sé afecto, ni tantas otras grandes vacas sagradas de la literatura, dieron en cantar los espejismos del amor ni entonaron la alabanza del siglo que desde siempre nos baquetea. A un escritor hay que exigirle que cree un mundo, que apadrine un espacio real donde la gente respire con verdad, por más que esa verdad venga cargada de efluvios tóxicos. Se respira aquí el gas de la desesperanza y el desespero; pero como Pepe, por mucho que se haya esforzado en ocultarlo, sigue siendo el poeta que siempre fue, el lector, tras haber sido sacado a pasear por el monte del calvario, regresará a su casa con la extraña impresión de haber contemplado la belleza bajo la más violenta y roja de sus especies.
Hemos de agradecerle a Pepe todos los buenos lectores esa mala baba que se gasta, la baba del diablo, porque a un escritor no se lo mide, como a un santo, por la calidez de su mirada redentora hacia lo humano, demasiado humano, parece él sugerirnos, sino por la temperatura extrema en que arden sus palabras. Acercaos, pues, amigos, a su parrilla, y arded a gusto en buena hora.
Pepe es narrador como Mike Thyson fue púgil: no son dos artistas a los que les seduzca el bailoteo, la finta y el adorno; lo suyo es el golpe seco a los hígados y a otra cosa mariposa. Pepe nos pone los puntos y aparte a sus lectores como el gigante negro hacía que se los pusieran de sutura a los desafortunados rostros de sus rivales. La sociedad de autores le habría podido conceder con toda justicia, si lo hubiese, el premio en ahorro de adjetivos a este libro de cuentos, a este ajuste de cuentas con las dimensiones más crudas de la realidad. No es éste lo que se suele decirse un libro bonito y, sin embargo, es un libro muy hermoso. Y lo es, sobre todo, porque aquí los monstruos, esos que acechan en el interior de todo buen ciudadano, campan por sus respetos sin que nadie les levante un dedo moral reprobatorio. Niños verdugos inocentes de hombres y de gatos; pringaos por un llévame allá el paquetito de farlopa que no pasa nada y sale muy a cuenta; madres con la cabeza perdida; padres con el humor de Satanás; hijos huyendo de su madre la loca y de su padre el terrible, terribles ellos mismos en su haber mamado matarratas y cuchillas de afeitar: una nueva parada de los monstruos, como decíamos. Pepe saca su lupa y nos agiganta los perfiles de nuestras miserias sin hacernos el feo. Con delicadeza, nos hace ver que no siempre somos delicados, y que no lo somos ni siquiera con nosotros mismos. ¿Cómo podríamos hallar la paz en nuestro interior si dos palmos más allá de nuestra frente nos amenaza el mundo de los otros? Y este mundo está lleno de esa gente, o así al menos lo sienten los personajes de este libro, dispuesta a buscar su felicidad a costa de la del prójimo. No es difícil adivinar el resultado de tal actitud. Un mundo de hienas que ríen amargamente mientras desgarran los frágiles tendones de la caridad y mastican el hueso de su propio asco. No hay aquí ni siquiera ganadores; todos pierden incluso cuando creen ganar, porque la ganancia verdadera poco tiene que ver con el hecho de que consigamos salirnos con la nuestra.
Pepe ha escrito un libro de gran economista de la palabra: no es que se las ahorre, no, puesto que no se muerde nunca la lengua y es siempre además preciso en su lenguaje; lo que ocurre es que no ha quemado una carcasa en falso, no gusta del subrayado ni de sacar la consecuencia, lo cual deja bien a la vista del lector lo que en sus silencios se hace del todo consecuente. Éste es un puñado de cuentos brillantes sin ningún brillo postizo, crueles sin buscar la crueldad, hondos tras su apariencia epidérmica. Si pudiéramos medirlos en kilovatios, diríamos que el lector, desde la primera de sus descargas, no podrá ya despegarse del valladar electrificado al que se trepó sin saber dónde se agarraba, porque estos relatos te cogen desde la primera página y no te sueltan hasta tenerte asado por completo. Si pudiéramos medirlos con la medida con que se mide el vapor, que Dios quizá la sepa, pero que yo ahora mismo ignoro, pues ni siquiera estoy seguro, ahora que lo pienso, de que la electricidad se mida en kilovatios, ustedes sabrán disculpar mi candidez científica; en fin, si pudiéramos medirlos en atención a lo que en ellos se condensa, bastaría una palabra: soledad, esa licuefacción del alma -y ya ven que ese día sí asistí a la clase de física- cuya secreción atribulada se va calentando más tarde para elevarse como una nube de desamparo. Y sin embargo, hay algo sobrio en esta soledad terráquea y planetaria, hay una aceptación sin más de lo que semeja no poder pintar de manera diferente: la vida, nuestro modo de batirnos con ella y tolerar que siempre nos revuelque y nos ponga a cuatro patas. Uno estaría, sí, tentado de decirle a su buen amigo que tampoco es para tanto, que relea los veinte poemas de amor de Pablo Neruda; que vuelva a ver esa gran película navideña: Qué bello es vivir, o aunque sólo sea Mary Poppins; que hable con el cura de su pueblo; que pruebe con el Ciales si no le probó el Viagra… Pero lo cierto es que la vida es tal y como él la ve a través de estos relatos, porque estos cuentos enconados crean su mundo propio, su realidad, y en ella todo es tan real como aquí mismo, aunque no todos por aquí sean tan cabrones como los jíbaros que transitan por su libro. Tampoco Celine, del que lo creo devoto, ni Bukovski, al que lo sé afecto, ni tantas otras grandes vacas sagradas de la literatura, dieron en cantar los espejismos del amor ni entonaron la alabanza del siglo que desde siempre nos baquetea. A un escritor hay que exigirle que cree un mundo, que apadrine un espacio real donde la gente respire con verdad, por más que esa verdad venga cargada de efluvios tóxicos. Se respira aquí el gas de la desesperanza y el desespero; pero como Pepe, por mucho que se haya esforzado en ocultarlo, sigue siendo el poeta que siempre fue, el lector, tras haber sido sacado a pasear por el monte del calvario, regresará a su casa con la extraña impresión de haber contemplado la belleza bajo la más violenta y roja de sus especies.
Hemos de agradecerle a Pepe todos los buenos lectores esa mala baba que se gasta, la baba del diablo, porque a un escritor no se lo mide, como a un santo, por la calidez de su mirada redentora hacia lo humano, demasiado humano, parece él sugerirnos, sino por la temperatura extrema en que arden sus palabras. Acercaos, pues, amigos, a su parrilla, y arded a gusto en buena hora.
Texto con el que el escritor Vicente Gallego presentó el día 17 de noviembre de 2009 mi Conozco un atajo que te llevará al infierno.
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