Como en cada ocasión anterior desde que me alcanza la memoria, y confiado en que Melchor, Gaspar y Baltasar, sabrán recompensar por triplicado mi excelente comportamiento a lo largo del pasado año, he colocado cerca de la puerta de la terraza un cuenco de barro con agua para calmar la sed de los camellos reales, y una bandeja con dulces navideños para sus majestades. Y así, provisto de la cantidad de paciencia que caracteriza a la infancia, o sea, ninguna, me he sentado en una butaca dispuesto a esperar su llegada. Con la mirada fija en la puerta de la terraza dejo pasar las horas. Se acerca la madrugada y como en cada ocasión anterior desde que me alcanza la memoria, me duermo. Ignoro cuánto tiempo ha transcurrido, pero de súbito y aun profundamente dormido, reconozco el grato estremecimiento que me provoca advertir una presencia mágica. No obstante al abrir los ojos, en lugar de los tres hombres magos de oriente, envuelto en una niebla más densa de lo normal y que me ha hecho toser hasta atragantarme, observo frente a mí a un viejecito de espléndida barba negra, mirada desfallecida y aspecto famélico, vestido con túnica de lana de cabra rusa, ceñida a la cintura con varias vueltas de una faja ancha, sandalias de suelas desgastadas y pendiente del cuello una cadena con un gran medallón —bastante aparente pero falso— que supongo representa un sol. Me ha sorprendido y no gratamente, la verdad, verlo parado en mitad del salón comedor. ¿Qué hace aquí este octogenario desnutrido y vestido de cualquier manera seguido de un pollino escuchimizado, en lugar de los tres emperifollados soberanos montados en fastuosos camellos? me pregunto en mis pensamientos. Y sin darme tiempo a manifestar mi descontento en voz alta y formular mi más firme protesta, el hombrecito de marras me expone entre titubeos que no trae en los capachos de su burro ni oro, ni incienso, ni mirra; entre tanto ir y venir de Belén a Egipto y vuelta de Egipto a Belén para acabar en Jerusalén a las tantas, ni siquiera vino y aceite puede ofrecerme, ha dicho, tendiéndome un voluminoso paquete envuelto con un horripilante papel de estraza del que ya no se usa ni para cocinar. Después de esto ha liquidado en apenas cuatro bocados todos los pastelitos de gloria y turrones diversos destinados a los a partir de este momento tres traidores, y ¡zas! se ha esfumado tras la misma niebla cerrada que había acompañado su irrupción y que ha vuelto a provocarme una tos irritable. Mientras me pienso si abrir el paquete que se me ha entregado, o guardarlo tal cual para la próxima fiesta del amigo invisible a la que se me invite, mi estado de ánimo oscila desde la decepción al agravio, ambos sentimientos desapacibles que rápidamente dejan paso a la alegría cuando, habiendo optado por averiguar lo que esconde el chusco envoltorio, descubro un enorme volumen encuadernado en tapa dura —“Los cuentos” de Mavis Gallant que la editorial Lumen publicó el mes de septiembre pasado— y una escueta nota manuscrita pegada con un trocito de cinta adhesiva sobre la hoja de guarda:
Espero que valga por los tres que tú esperabas.
Firmado: Artabán.
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