Este mes he comprado un Reino con apariencia democrática en el sur de Europa. Capricho costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto.
La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su gobierno, compuesto por paniaguados suyos (Paniaguado: El que está protegido por una persona y es excesivamente favorecido por ella), estaba en peligro. Las arcas del Reino estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una revolución. El líder del grupo en la oposición política ya prometía bonanza para el país, cargos y empleos a todo aquel que le apoyara.
Un miembro del gobierno en funciones me advirtió. El ministro de hacienda corrió a la capital: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de euros al Reino y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios, unos estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la vida del Reino. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen imaginándose que el Reino es autónomo e independiente y que de su voluntad depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a uno de los territorios limítrofes.
Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones.
Yo no soy más que el rey de incógnito de un pequeño Reino en desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármelo y el evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes e importantes que la mía, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando con naturalidad el papel de jefes legítimos.
Con algunas modificaciones muy ligeras, este texto es el capítulo titulado “La compra de la República”, de la novela “Gog”, de Giovanni Papini.
La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su gobierno, compuesto por paniaguados suyos (Paniaguado: El que está protegido por una persona y es excesivamente favorecido por ella), estaba en peligro. Las arcas del Reino estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una revolución. El líder del grupo en la oposición política ya prometía bonanza para el país, cargos y empleos a todo aquel que le apoyara.
Un miembro del gobierno en funciones me advirtió. El ministro de hacienda corrió a la capital: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de euros al Reino y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios, unos estipendios dobles que los que recibían del Estado. Me han dado en prenda -sin que lo sepa el pueblo- las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un convenio secreto que, prácticamente, me da el control sobre toda la vida del Reino. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el amo casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una nueva subvención, bastante fuerte, para la renovación del material del ejército y me he asegurado, a cambio de ello, nuevos privilegios.
El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las cámaras continúan legislando, en apariencia libremente; los ciudadanos siguen imaginándose que el Reino es autónomo e independiente y que de su voluntad depende el curso de los acontecimientos. No saben que todo lo que ellos creen poseer -vida, bienes, derechos civiles- penden, en última instancia, de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.
Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrantes. Podría, si quisiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar con ello al Gobierno, desde el presidente hasta el último secretario. No me sería imposible empujar al país que tengo en mis manos a declarar la guerra a uno de los territorios limítrofes.
Este poder oculto, pero ilimitado, me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todas las molestias y servidumbre de la comedia política es una fatiga tremenda; pero ser el titiritero que, tras el telón, puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a sus movimientos es un oficio voluptuoso. Mi desprecio por los hombres encuentra aquí un sabroso alimento y miles de confirmaciones.
Yo no soy más que el rey de incógnito de un pequeño Reino en desorden, pero la facilidad con que he conseguido adueñármelo y el evidente interés de todos los enterados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y bastante más grandes e importantes que la mía, viven, sin darse cuenta, bajo una análoga dependencia de misteriosos soberanos extranjeros. Siendo necesario mucho más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un trust, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.
Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son efectivamente gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan representando con naturalidad el papel de jefes legítimos.
Con algunas modificaciones muy ligeras, este texto es el capítulo titulado “La compra de la República”, de la novela “Gog”, de Giovanni Papini.
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