viernes, 24 de octubre de 2008

Como una historia de terror – Jon Bilbao

Una pareja abandona la ciudad para rehacer su vida en una casa construida a espaldas de un viejo bosque. Apenas instalados en ella, la mujer es asaltada en un sueño por la imagen de una invasión de ardillas. Intentan tomar la casa. En el sueño, Bambú, el perro de la pareja, las enfrenta y se pierde tras ellas en la espesura. Al día siguiente Bambú ha desaparecido. Desde ese momento, en las pesadillas de la mujer los roedores seguirán acechando la casa con creciente violencia en cada ocasión, como una horda de inquietantes emisarios del bosque.

El párrafo que antecede viene incluido en la contraportada de “Como una historia de terror” —cuyo autor, Jon Bilbao (Ribadesella, 1972), ya publicó a principios de este mismo año y en la misma editorial, Salto de página, la novela “El hermano de las moscas”—; viene incluido seguramente con la intención de sintetizar el argumento del libro pero no es más que un esbozo de la primera parte del relato que cede el título al volumen. En la segunda parte de esta historia el lector averigua las razones por las que la pareja ha decidido trasladarse a esa casa solitaria. La mujer se consideraba incapaz de resistir a la tentación de ser infiel y estaba convencida de que alejarse de la ciudad le impediría sucumbir y contribuiría a restablecer su normalidad sentimental. Amenazados por esas pesadillas los protagonistas deciden practicar una especie de conjuro en forma de fiesta, e invitan a todas sus amistades un fin de semana en el que proyectan hacer frente a los símbolos que pueblan los sueños de la mujer. Sin embargo a la reunión asiste el amigo que es la causa de la amenaza inicial, lo que provocará un trasvase de sentimientos, y al cabo será el protagonista —hombre impertérrito y escéptico respecto al significado de los sueños— quien absorba los miedos de su mujer liberándola de la atracción que siente por aquel. En este sentido y yendo más allá de la historia de terror que Jon Bilbao nos presenta a simple vista, los sueños podrían alimentarse del miedo a ceder ante el impulso de engañar a la persona que se ama, en el caso de ella, y sucesivamente por el miedo a ser engañado, en el caso de él.

Las imágenes, la evolución de la historia, el decorado de las escenas que el autor ha elegido presentarnos podrían resultar tópicas en principio —el bosque amenazador, la desaparición de un perro, el vecino jorobado, la soledad, el enigma de los sueños… En cuanto entró, un trueno acompañó la puerta al cerrarse, y el rayo, simultáneo, iluminó la hilera de animales de madera sobre la chimenea: ¿Cuántas veces nos hemos estremecido ante una pantalla con una escena como la que el autor describe?—, sin embargo Jon Bilbao utiliza esos ingredientes de manera ingeniosa para conseguir un lustre de novedad y contagiar el clima de tensión que pretendía. En cada una de las siete narraciones que componen “Como una historia de terror” se han incorporado elementos inquietantes que provocan la desazón de los personajes al tiempo que la desazón en el lector, como también ocurre en “La fortaleza”, historia en la que se nos narra la alarma causada por los encuentros casuales que sufren sus protagonistas con dos desconocidos, sembrando la sospecha de que les están persiguiendo.

El peligro que se respira en la lectura de estos cuentos no procede del exterior. La amenaza no se encuentra en las afueras de los personajes sino en las inseguridades propias de cada uno de ellos, esos temores íntimos que se guardan en secreto porque poseen los mecanismos necesarios para convertirlos en personas totalmente distintas a las que venían siendo. Esa es una de las preocupaciones que se advierte en los héroes de Jon Bilbao: prefieren controlar sus emociones, ser como ellos deciden ser, antes que ser como son vistos por los demás. El comportamiento que los personajes manifiestan no acaba de obedecer a la respuesta que cabría frente a estímulos peligrosos, creo más acertado buscar su naturaleza en esa inquietud innata que despierta en ellos la irrupción de un elemento nuevo, un sentimiento no desconocido pero sí reservado —fogosidad en el relato “Prolegómenos”, resentimiento en “El ladrón de lencería”, inseguridad en “Rata”, ansiedad en “El hambre en los alrededores del lago”—, de ahí que el terror del que se nos habla en esta colección de cuentos resida en la intimidad de los protagonistas y obedezca más a estímulos procedentes de su propio carácter que del mundo que los rodea.

El otro relato que prefiero es “Rata”, la historia de un jefe de departamento que organiza una fiesta de navidad para estrechar lazos entre empleados e impresionarlos. Alguien suelta una rata en la fiesta y a partir de ese momento la tensión crece. El jefe ve cómo se intensifica la inquina hacia quien considera sospechoso, un trabajador modélico que no ha tenido nada que ver en el asunto y que es apaleado por el verdadero responsable. El jefe lo encuentra casi inconsciente y sangrando en el suelo del garaje del edificio y cuando intenta ayudarlo aparecen tres altos cargos de la compañía. Todo ha de llevarles a pensar que el autor de la paliza es el jefe y éste, en lugar de exculparse, opta por librar toda la ira acumulada y amenazarlos, haciendo alarde de una bravuconería que viene a señalar la coexistencia de temperamentos opuestos en una misma persona. De nuevo encontramos la colisión entre el ser y el parecer.

Opino que estos dos son los relatos más acertados: “Rata” y “Como una historia de terror” —el más breve y el más extenso de la colección—, y opino que no le resultaría difícil al autor alcanzar cotas narrativas más altas si decidiera eliminar la contención con que resuelve sus historias. Es demasiado torrencial su prosa y notable la tensión que consigue transmitir, para luego apurar la frenada hasta el punto de que en lugar de sugerir con un final abierto lo que consigue es provocar un ligero desencanto, sin que por ello se empobrezcan las virtudes evidentes en el libro, ya que Jon Bilbao demuestra ser un escritor riguroso en sus planteamientos, capaz de armonizar el raudal de pinceladas descriptivas que suministra, y obtener en definitiva, como ha hecho, un libro de aconsejable lectura.

domingo, 14 de septiembre de 2008

El fumador y otros relatos – Marcelo Lillo

En alguna parte he leído que se emparenta la de Marcelo Lillo con la escritura lacónica de Raymond Carver — ¿cuántos van ya? — y aunque hubo un tiempo en que esa circunstancia era suficiente para guiarme en mi búsqueda particular de lecturas, reconozco que últimamente esa misma circunstancia me produce cierta desconfianza. Y no es que la lectura de Catedral, Tres rosas amarillas, etc. haya perdido su efecto encantador, todo lo contrario, vuelvo a ellos y siguen enriqueciéndome, pero he empezado a pensar que lo Carveriano y Carver no es más que un marchamo que se utiliza demasiado y demasiado a la ligera para definir o alinear a todo aquel que escriba relatos, tanto para señalar quien se parece a él como para señalar quien se encuentra en las antípodas del escritor norteamericano; o sea, si uno se parece porque se parece, y si no, porque no se parece. Personalmente me produce cierto hartazgo leer en reseñas y contraportadas de libros el nombre de Carver.


Dicho lo anterior, El fumador y otros relatos (editorial Caballo de troya), me parece un buen libro de relatos. Pese a que en dos de sus narraciones, Vida de un cachorro y Diente de León, las más desacertadas del volumen, el autor no consiga mantener el ritmo y la tensión de las precedentes, no deja de ser libro hermoso en el que desde las primeras páginas se advierte su destreza para, evitando implicarse, sacar una historia atrayente del manifiesto vacío y la mediocridad de las vidas de sus personajes; y digo evitando implicarse porque la distancia a la que se sitúa para observarlos le permite contener en la medida justa una emoción que de otro modo podría rebasar el límite existente entre la elegancia y una intensidad excesiva y perjudicial.

“No sabía muy bien qué hacer con la vida”, dice el protagonista del relato titulado No era mi tipo, pero la verdad es que esa misma expresión podría ser utilizada por cualquiera de los personajes del libro, personajes que habitan un espacio cerrado, que viven situaciones de apatía, de hastío, e irradian un clima opresivo que casi roza el estoicismo, la asfixia, el entumecimiento de un cuerpo abotargado que no consigue ponerse en movimiento, como en La felicidad, relato que muestra en paralelo la incapacidad de un niño de cinco años que necesita piernas ortopédicas para andar, y la ineptitud de un matrimonio para desprenderse de la indiferencia y encontrar la felicidad: dos versiones distintas para en el fondo semejante forma de invalidez.

Las historias de Marcelo Lillo nos hablan con un estilo lacónico —sí, lacónico, lacónico y por lo tanto Carveriano (pufff)— de un mundo próximo, un lugar común, pero en todo momento y muy hábilmente por cierto, se ocupa de transmitir la inquietud que suele acompañar a la expectación; el suspense propiamente dicho no se encuentra presente en sus relatos, y sin embargo la información que se nos va facilitando es la precisa para no prevenirnos, para atraparnos en la lectura con la necesidad de descubrir lo que está por suceder.

Uno de los protagonistas del cuento que da título al libro —podría ser que este personaje se parezca en gran medida al autor, ya que en un artículo firmado por Ignacio Echevarría en “El Mercurio”, Lillo es definido como un escritor que ha sufrido “la soledad, los pasos en falso, los ninguneos en que se resuelven las trayectorias de tantos escritores alejados de los circuitos literarios y de los centros del poder editorial”— uno de los protagonistas de El fumador, digo, afirma que “un libro que no se lee se convierte en cadáver”: Sería una lástima que las historias de El fumador y otros relatos pasaran a “mejor vida”.

A continuación el mismo personaje insiste: “Los libros se escriben para los lectores; si no, mejor no escribirlos”. Pues eso, Marcelo, a seguir escribiendo; seguro que los lectores de éste no le harán ascos al siguiente.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Canción de Sam Cooke en octubre

Sam Cooke publicó más de treinta éxitos en apenas siete años, entre 1957 y 1965, y esa es la razón por la que es considerado uno de los padres del soul. Murió con 33 años, el 11 de diciembre de 1964. Hay quien sostiene que el marido de una mujer de la que era amante le pegó tres tiros a la salida de un hotel de Los Ángeles, y hay quien cree que fue la recepcionista de ese hotel quien al sentirse amenazada por un negro le disparó tres veces matándolo al instante.



No sé cierto si fue octubre cuando el mar ceniza se juntó allá, con el horizonte plomizo.
No acierto a concretar si fue entonces cuando la costra de la arena se dejaba perforar por las gotas de lluvia eterna.
Creo que estábamos sentados a pocos metros del furioso mar macilento.
Acabábamos, pues, de dejar el colchón tirado en el suelo, frente a la chimenea donde el fuego chasqueaba sobre una alfombra de carbón que más bien era lingotes de oro.
Habrían terminado, seguramente, las respiraciones pausadas, descansándonos de las lujurias.
Lo que sí fue en octubre, y eso lo sé bien cierto, es que justo al acabarse Sam Cooke en la casete dejamos de estar conscientes en nosotros mismos.


El texto que antecede se titula “Canción de Sam Cooke en Octubre (o hacer el amor en el apartamento a orillas del mar)”, y con él se abría TESSELLA, el poemario con el que en 1989 obtuve el Certamen Juvenil de Poesía “Miguel Hernández” y que fue publicado por la editorial Aguaclara en 1991 (colección Anaquel de poesía). Si no recuerdo mal lo escribí con 21 ó 22 añitos, y es una prueba de que la música de Sam Cooke también se encuentra entreverada en buena parte de lo que escribo.

viernes, 1 de agosto de 2008

martes, 22 de julio de 2008

Norteamérica profunda - Juan Carlos Márquez

Cinco son los relatos que Juan Carlos Márquez ha reunido en Norteamérica profunda, libro que ve la luz casi tres años después de ser galardonado con el VIII certamen de relatos Rafael González Castell.


En esta ocasión, a diferencia de las que agrupó en su libro Oficios, las historias —de una mayor frondosidad argumental— vienen estructuradas en breves capítulos, escenas que de forma aislada fragmentan la narración pero en conjunto funcionan como un entramado que la ayuda a progresar con notable desenvoltura. Esta es una de las habilidades que se puede reconocer a Juan Carlos Márquez después de leer el libro: la aparente sencillez que nos permite avanzar en la lectura sin apenas dedicarle esfuerzo.

De las cinco historias —todas ellas en una línea similar de calidad— las que yo prefiero son La sombra de las acacias y La tierra en pedazos. En el primero de estos relatos, John Midletton, quien siendo niño perdió a su padre en Saigón al estallarle entre las manos una granada, malvive en el Bronx, con su madre, hasta que ambos se trasladan a vivir a Bloomington, Minnesota, al rancho de un hombre que dice estar en deuda con ellos porque John Midletton padre le salvó la vida. Allí será testigo de la creciente simpatía que su madre siente por su benefactor y conocerá a Linda, hija adoptiva de un hippie polígamo que trabaja en el rancho. Gracias a una serie de casualidades nuestro protagonista y sus amigos se convencen de que el coño de Linda posee poderes mágicos y que quien lo pruebe será capaz de conseguir lo que desea. Esto, que en principio nos puede sonar a broma anecdótica y graciosa entre adolescentes, acaba adquiriendo un grado indiscutible de trascendencia, ya que con el paso de unos cuantos años —en la universidad y con un futuro prometedor como miembro del equipo de atletismo— también John Midletton alcanzará lo que tal vez sin saberlo venía anhelando: encontrar el camino para convertirse —al igual que John Midletton padre— en un hombre bueno.

En el segundo, dos veteranos de la gran guerra vuelven a coincidir pasados veinte años en un centro penitenciario. Pese a las nuevas circunstancias ambos —Brooker, un negro enorme condenado por asesinato, y McNealy, guarda del penal— siguen manteniendo la misma relación de amistad que los unió en combate. En honor a esa antigua camaradería dedican sus ratos libres a competir por ver quien completa antes el puzzle de un mapamundi mientras conversan y se hacen compañía. Durante uno de sus numerosos diálogos Brooker insta a McNealy para que salga al mundo, viva y se sobreponga a la muerte de su esposa: “… deberías dejar esta estupidez. Nada te retiene aquí. Ahí afuera hay montones de chicas. Están por todas partes… Buscan un hombre y tú no eres tan viejo…”, le dice. En mi opinión es ahí donde se encuentra la clave del relato, ya que tiempo después, cuando Brooker sale de prisión por buen comportamiento y de camino a Memphis el lector ve avecinarse la tragedia en una escena en la que es inevitable que el negro vuelva a delinquir arruinando su vida, la historia se resuelve mediante un quiebro narrativo que nos mueve a preguntarnos si no será el otro personaje, McNealy, quien menos perspectivas de felicidad posee.

Si antes he dicho que una de las habilidades de Juan Carlos Márquez en Norteamérica profunda es la aparente sencillez de su prosa, la facilidad con que la lectura se desliza, otra de las habilidades que se le deben reconocer es el uso de un humor agudo y exquisito que se aproxima mucho al concepto que cualquiera podría tener de la ingenuidad, un humor sin malicia e incluso melancólico que a veces nos obliga a torcer el gesto de nuestra sonrisa. En este sentido veo más acertado emparentar el estilo del libro con la elegancia de Tobias Wolf que con la crudeza de Richard Ford o Raymond Carver. Y cito a estos autores por la declaración de intenciones que el propio autor señaló en una entrevista reciente: “Norteamérica profunda es un libro deudor, es mi homenaje al cine americano y a algunos escritores que pueblan mi altar de lector: Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Raymond Carver, Truman Capote, J. D. Salinger, John Cheever y Richard Ford, entre otros”

Por mi parte me resisto a situar los cuentos de Norteamérica profunda entre los márgenes de la corriente minimalista norteamericana, lo que no considero que sea algo beneficioso ni algo perjudicial, no es un defecto ni una virtud, sencillamente es lo que es, una de las numerosas sorpresas no muy difíciles de encontrar en lo que se refiere a la narrativa breve que en España se viene cociendo durante los últimos años, un libro por el que el aficionado al cuento estará de enhorabuena, un puñado de relatos que tienen lo que deben tener los buenos relatos para gozar de una mayor difusión.

martes, 15 de julio de 2008

miércoles, 2 de julio de 2008

Un inédito en NARRATIVAS


Se ha publicado el número 10 de la revista digital NARRATIVAS, en cuya página 55 se incluye mi relato inédito Después de un cuento de Boris Vian.

En esta ocasión, para conmemorar el segundo aniversario de este interesante proyecto literario, sus creadores, Carlos Manzano y Magda Diaz y Morales, han decidido dedicarlo a la literatura erótica.
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silencios: 2 julio 1961


martes, 24 de junio de 2008

Oficios – Juan Carlos Márquez

Siguiendo el riguroso turno de lectura que suelo imponerme encajo Oficios a continuación de Elogiemos ahora a hombres famosos de James Agee —que es el libro que últimamente me ocupa—, Mi hermano Stanley de Jenny Diski y Chicas muertas de Nancy Lee, y antes de la edición en bolsillo de Camino de Los Ángeles de John Fante, que es el que también he comprado esta misma mañana. Calculando así, a grosso modo, vendrá a tocarle dentro de diez días, más o menos.

Sin embargo no tardo en advertir que Oficios —primer libro que llega a nuestras manos escrito por Juan Carlos Márquez y con el que el autor obtuvo el premio Tiflos de cuento en la convocatoria correspondiente al año 2007, un premio (el Tiflos) que se está reforzando últimamente con una nómina de cuentistas bastante atrayente, como son Félix J. Palma, Gonzalo Calcedo Juanes, Ignacio Ferrando o el propio Juan Carlos Márquez— está dispuesto a hacer valer una personalidad como poco entre amotinada y caprichosa, ya que a las pocas horas de dejarlo en el estante reparo en que aprovechando un descuido se ha colocado entre el libro de Jenny Diski y el de Nancy Lee.

A media tarde observo que está justo detrás de Elogiemos ahora a hombres famosos, y por la noche, cuando atravieso el salón de camino al dormitorio, lo descubro cómodamente sentado en una de mis mejores butacas, fumando uno de esos cigarros habanos que traje en mi último viaje a Cuba y que conservaba bajo llave, como oro en paño, y degustando un copazo de mi mejor coñac. Mientras exhala una impenetrable bocanada de humo entre sus páginas y relame placenteramente el borde de su portada para agotar el sabor que allí ha dejado el néctar ambarino me pide que lo acompañe, que tome asiento a su lado; y antes de que yo consiga articular ni siquiera una palabra de afeamiento o protesta comienza a contarme la primera de sus historias, Muertos, ambulantes, floristas y funcionarios, en la que Luis, muerto seis años atrás, comparece ante la autoridad para denunciar que una familia de almas errantes ha ocupado su tumba. Va prendiendo cada relato con la colilla del anterior. Pretende avanzar ligero el tal Oficios. Sin dejar de beber a pequeños sorbos y dar profundas caladas al cigarro me cuenta lo del protagonista de Psiquiatras e hipnotizadores, quien intenta descubrir el origen de la obsesión que lo obliga a almacenar trastos, convencido de que si se deshace de alguno su vida se tornará caótica. Para ello se ayudará de la doctora Guimard, una joven agradable y atractiva, cuyas pestañas —largas y finas como patas de arácnido— codicia; cuyas pestañas —repite el libro con tenebroso retintín—, siguiendo las pautas médicas que la doctora Guimard traza, nuestro personaje está dispuesto a conseguir sin más demora, a cualquier precio. Su voz es casi un susurro, sin altibajos, posee un efecto hipnótico. Hay algo que me impide dejar de escucharlo cuando se lanza sobre la hermosa e imposible historia de amor entre el faquir y la geisha que sus afectadas propietarias han traído de sendos viajes a Amrayati y Okinawa como si de souvenirs se tratara —Faquires, decoradoras de interiores y Geishas— y cuando sin entretenerse mucho acomete la kafkiana encerrona de Carniceros, prostitutas (otra vez) y tenientes, y al momento siguiente me deleita con el más rabioso y melancólico de los relatos, Marineros, amas de casa y presos, una historia ésta de respeto y códigos de honor, de equilibrio y de sueños, de esperanza… Y así hasta 14 relatos... El comercial de una empresa de mudanzas a quien le encargan trasladar la atmósfera de un ático a un estudio en el barrio Latino, el técnico de desinsectación que tras ser seducido por una prostituta nigeriana decide deshuesarla, trocearla y picarla...

Reconozco que no he leído a Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, escritores con los que —según se puede leer en una entrevista que David González Torres publicó en la revista Avióndepapel.com—Juan Carlos Márquez dice encontrarse en deuda, pero a medida que iba avanzando la conversación con Oficios se iba formando en mi cabeza el recuerdo de humoristas como Tip, Faemino y Cansado, algún que otro monólogo de Pepe Rubianes y sobre todo la película que José Luis Cuerda filmó en 1988, Amanece que no es poco, aquella en la que hay hombres que como la peor de las malas hierbas crecen en los bancales, en la que los borrachos del pueblo guardan cola a la puerta de la taberna antes de ir a trabajar y la señora del médico da a luz segundos después de cometer adulterio, aquella en la que se celebran elecciones para elegir quien va a ser el tonto del pueblo, la adultera, la bollera, la puta... También Oficios lo pueblan personajes absurdos, surrealistas, hilarantes (Antoine, por ejemplo, el bracero que recita de memoria a Baudelaire, está felizmente emparentado con los campesinos que van a trabajar la tierra cantando madrigales castellanos del Renacimiento), historias basadas en la recreación de situaciones grotescas, ingenuas y espontáneas. Y así, digo, hasta 14 relatos, uno detrá de otro, de carrerilla pero por orden, sin respirar.

—Los libros no hablan —consigo colarle en el fugaz silencio que sigue a su última frase de Maquinistas, sobreponiéndome al desconcierto.
—Oh, vamos —responde él, ganando terreno de nuevo— no me vengas con prejuicios. Ahora dirás que tampoco beben coñac ni fuman cigarros habanos.

Acorralado, ya sin recursos, dominado por una creciente pelusa que me impulsa a encontrarle algún pero a sus disparatados razonamientos, suelto mi último cartucho. Le digo con rotundidad que la vida no es así, tal y como él la cuenta. Pero Oficios no esta dispuesto a dar su brazo a torcer, Oficios sabe lo que es y de dónde viene. Sin dejar de sonreír vuelve a llenarse la copa.

—Ya, la vida no es así —coincide— pero seguro que después de escucharme así es como te gustaría que fuera.

Y tiene razón, el condenado. Me rindo. Al fin y al cabo hemos pasado un buen rato, nos hemos divertido juntos. Acepto la copa que me ofrece y la levanto a la altura de la suya para entrechocarla, para brindar por su excelente salud, por la felicidad del autor y por la larga vida que les deseo a ambos.

lunes, 23 de junio de 2008