Transcribo a continuación dos relatos, Verdugos y Verdugos (II), publicados junto con ¿Cómo va a ser lo mismo? y Uno de esos días en que todo cambia, en el número 37-38 de la revista de literatura RENACIMIENTO (diciembre de 2002).
Verdugos
Hay un grupo de niños de unos once o doce años jugando en la vieja estación del ferrocarril, justo donde acaban las vías muertas. Están acuclillados y en el centro del corro hay una taba que ha caído del lado del verdugo. Castro se levanta de un salto, sonríe exultante y dobla el cinturón por la mitad para hacerlo restallar igual que la tralla de un látigo. Quesada tarda un poco más en ponerse en pie y lo hace lentamente, como si hubiera permanecido demasiado tiempo en cuclillas y sus piernas se negaran a enderezarse. Comienza a moverse muy despacio mientras los demás, Miki, Andrés y Quirce, lo achuchan. Se acerca a Castro y su resignación parece la de una víctima ofrecida en sacrificio; le da la espalda y cuando éste le propina un par de correazos con todas sus fuerzas, salta como si estuviese andando descalzo sobre un montón de brasas. Se queja. Dice hostia dirigiendo a Castro una mirada torva que pasa desapercibida. Le acusa de haberse pasado. Frota enérgicamente las palmas de sus manos contra sus pantorrillas pero el escozor sigue arreciando. Castro es un cabrón, piensa, míralo cómo ríe, está disfrutando de lo lindo. Quesada vuelve a ocupar su sitio entre Andrés y Quirce y traga saliva. Su mirada ceñuda sigue buscando los ojos de Castro, que resplandece fanfarrón sin darse cuenta de nada. Se siente herido, lleno de una punzante aversión, pero todos ríen a carcajada limpia y no le queda más remedio que soltar una risa forzada y reprimir las lágrimas que amenazan con dejarlo en ridículo. No pasa nada, arrieros somos. Decide esperar su turno confiando en que la suerte le permita tomar la revancha. Andrés recoge el hueso seco del suelo y sin levantar la vista dice por lo bajini no miréis, creo que acabo de verlo... ¿dónde? ¿dónde?... no miréis joder... tranquilos, dice con malicia, está ahí. Se levanta como quien no quiere la cosa, recoge un pedrusco de entre las traviesas de madera y lo lanza con fuerza hacia el otro lado del muelle de carga. Después de esto todo se precipita: Miki, Quesada, Castro y Quirce también lanzan piedras en la misma dirección; lo hacen de forma desordenada y ruidosa, apuntan hacia los restos del tabique del almacén de mercancías y a punto están de darle a ese hombre adulto que aparece de repente, observa a los niños durante una décima de segundo y comienza a correr tan rápido como le permiten sus pantalones bajados. Se mueve como un pingüino y cuando se detiene para subirse los pantalones una piedra le impacta en el hombro. Duda un instante hasta que se decide a cruzar las vías saltando entre los raíles. Se agacha otra vez para coger la cinturilla de su pantalón, tropieza, cae y rueda por el suelo un par de metros. Se levanta y sigue huyendo a trompicones, recibiendo el muy cabrón alguna que otra pedrada en la espalda. Los niños se abastecen de piedras y las lanzan a discreción hasta que una de ellas golpea la nuca del mariconazo ese y lo derriba. ¡JA! El hombre cae de bruces. Que te den por culo cabrón gritan los niños, maricón hijoputa. Se le acercan un poco sin dejar de apedrearlo. Desde la distancia a que ahora se encuentran aciertan casi todas las piedras, rebotan sobre la espalda del muy cerdo con un sonido seco, POUCK POUCK POUCK POUCK; su cuerpo, tumbado bocabajo y con el culo al aire, tiembla con espasmos de epiléptico hasta que al poco se queda quieto como un saco. Las piedras siguen impactándole pero ese maricón de mierda ya no se mueve. Ha quedado con los brazos abiertos y las piernas dobladas como una marioneta sin hilos. Paulatinamente los niños dejan de apedrearlo. Ríen con ganas, maricón maricón, chúpate esa. Comienzan a alejarse y creo que es Quirce quien dice en tono bravucón a ese le van a quedar pocas ganas de meneársela, y Castro el último de ellos que ha recogido una piedra grande como el puño y la ha lanzado hacia el cuerpo inmóvil mientras Andrés se baja la cremallera de su pantalón y comienza a mear manteniendo el equilibrio sobre los raíles. Están demasiado excitados, todos ellos. Ríen y se empujan unos a otros y todos imitan a Andrés para ver quien llega más lejos con la meada. Castro afirma que con una llave de las que se usan para abrir latas de conserva prensada por las ruedas de un tren es fácil forzar cualquier cerradura. Nadie se lo discute. Dice que una vez su hermano abrió un coche con una y consiguió ponerlo en marcha, y que incluso sería capaz de abrir una puerta blindada. Luego Miki se baja los pantalones y los calzoncillos y se pone a correr y a gritar como una mariquita y los otros le lanzan piedras procurando fallar. Se lo están pasando en grande y ninguno de ellos propone seguir jugando al verdugo, ni siquiera Quesada, que se ha quedado con las ganas de ajustarle las cuentas a Castro. Pero no pasa nada. Miki continúa a lo suyo, corriendo y haciendo el bujarra. Quirce ha cogido del suelo un trozo de madera igual de grande que un brazo y se lo pone entre las piernas como si fuera un cipote. Dice ven, cariño, no corras, ven con papaíto, y todo es de lo más divertido.
Verdugos (II)
También mataron un gato, allí, casi en el mismo lugar donde días antes habían apedreado al maricón ese que le gusta hacerse pajas acechando a los niños (¡el muy cabrón! tuvo su merecido). Se trataba de un gato callejero. Una mierda gato color gris que tenía el pelo de la panza sucio de barro seco y estaba tumbado al sol cuando llegaron. Es difícil adivinar a quien se le puede ocurrir una idea así. Puede que a Castro, que para esas cosas es el más lanzado. El aquí te pillo aquí te mato. Sí, es bastante posible que sea Castro. No se le ocurre una buena.
—Ven minino —le dijo con voz melosa—, minino, ven jodido, no tengas miedo.
Y va y el gato que levanta un poco la cabeza y lo mira con los ojos enrojecidos de sueño. Cambia de postura ligeramente con un suave ronroneo y vuelve a cerrar los párpados, dispuesto a no hacerles caso.
—Miz miz miz... —dice Andrés. Se ha acuclillado al lado de Castro y lo llama como si estuviera haciendo un pelotilla con la yema de sus dedos—. Miz miz... lindo gatito —añade, imitando la dulce vocecita de Piolín.
El gato les mira de nuevo y bosteza largamente. Se levanta, encorva el lomo y vuelve a bostezar antes de acercarse confiado para dejar que Andrés y Castro lo acaricien. Cojea de una pata trasera y está bastante más delgado de lo que en principio les ha parecido. También tiene la cuenca del ojo izquierdo vacía. Vamos, una piltrafa. Andrés se pone en pie, sonriendo con malicia, pero Castro se le adelanta con un pepinazo que lo manda al quinto pino.
— ¡Ahí va!
El cuerpo del animal va a dar contra la tapia medio derruida que antiguamente impedía el acceso a las vías. Sin dejarlo tocar suelo llega Quirce y le mete otro chupinazo. Luego se deja caer de rodillas gritando GOOOOOOOOOL con los brazos en alto.
A duras penas el gato consigue rehacerse y plantarles cara. Suelta un bufido, acurruca el morro enseñando sus colmillos, y comienza a recular sin quitarles el ojo de encima; pero no tiene tiempo de mucho más. Andrés lo agarra por el rabo y estrella su cabeza contra el suelo del andén un par de veces, CRACK CRACK, toma hijoputa, a ver a quien vas a enseñarle tus dientes ahora, mientras al animal se le apaga un maullido bronco en el fondo de su garganta. Lo suelta sangrando por detrás de una oreja. Tiene la lengua fuera y parpadea espasmódicamente. Enseguida se pone a vomitar un líquido oscuro y espeso, sangre mezclada con algo más.
—Venga cabroncete, ¿a quién querías morder tú? ¿Eh? —desafía, acertándole en el pecho con un escupitajo.
Cuando Quesada se acerca a mirarlo el gato ya ha dejado de moverse. Siente un poco de asco al pensar que está muerto. Voltea el cuerpo con la punta del pie y el gato comienza a mearse.
—Hombre, si estás aquí —se chotea Castro.
Y Quesada como quien oye llover.
Le pregunta si es un cagueta o qué.
—No me toques los cojones, Castro.
— ¡Huy!, qué miedo.
Castro se queda mirándolo por el rabillo del ojo, enarcando una ceja, sin disimular una sonrisa provocadora. Es de esa clase de tipos. Así es como a él le gusta mirar a la gente, por encima del hombro, como si estuviera de vuelta de todo y los demás no supieran ni la picha que les conviene.
Quesada aprieta los dientes y los puños y entonces alguien tiene que salir al quite para evitar que se den de hostias. Se veía venir, sobre todo desde lo del correazo del otro día. Quesada se la tiene jurada, y Castro lo sabe, aunque le importa una mierda lo que Quesada piense. Igual que le importa una mierda todo.
Andrés quiere hacer un chiste sobre la historia esa de las siete vidas de los gatos, pero nadie atiende la gracia. Se queda un momento dándole vueltas al asunto.
— ¿Son siete o cuatro?
Nadie responde. Hay un silencio.
—Y ahora qué —dice Andrés.
—Qué de qué.
— ¿Qué hacemos?
Los cuatro se levantan de hombros, mirándose unos a otros.
Hay otro silencio, no muy largo.
Quesada mira a un lado y a otro. A la izquierda, entre los primeros edificios y la vieja estación se extienden los campos y las vías muertas. Demasiado lejos. Menos mal. Pero a la derecha es fácil distinguir el interior de las viviendas del primer piso y del segundo. Puede contar hasta cuatro balcones con la persiana subida. De repente tiene miedo de que alguien haya estado observando lo que han hecho. Piensa que lo conveniente es irse de allí cagando hostias.
Y al cabo es Castro quien propone enterrarlo.
— ¿Para qué?
—Marcamos el sitio y lo sacamos dentro de tres o cuatro meses. Y vemos cómo está.
Lo dice con el tono aburrido de quien está ya cansado de dar explicaciones, porque para él es lo más normal del mundo haber matado ese gato y luego hacer lo que está proponiendo que hagan. Está claro. No existe otro modo de ver las cosas. Y lo malo, o lo bueno, no sé, es que tiene razón; basta que él lo diga para que el resto se lamente por no haberse dado cuenta antes. Por eso todos se muestran de acuerdo. No hay más vueltas que darle. A todos ellos les parece cojonuda la idea de enterrar al gato, dejarlo allí tres meses, y sacarlo para ver en qué lo han dejado los gusanos.
Luego Quirce eructa con la boca toda abierta, grita BOCIO, e intenta darle un cachete en la frente a Castro antes de que se la toque con el pulgar de la mano. Va tras él durante un trecho y cuando lo alcanza caen al suelo enzarzados en una pelea de mentiras. Andrés se lanza sobre ellos y enseguida se lanza Quesada. Y acaban los cuatro revolcándose por el suelo, riendo, tosiendo porque el polvo se les mete hasta el fondo de la garganta.
Hay un grupo de niños de unos once o doce años jugando en la vieja estación del ferrocarril, justo donde acaban las vías muertas. Están acuclillados y en el centro del corro hay una taba que ha caído del lado del verdugo. Castro se levanta de un salto, sonríe exultante y dobla el cinturón por la mitad para hacerlo restallar igual que la tralla de un látigo. Quesada tarda un poco más en ponerse en pie y lo hace lentamente, como si hubiera permanecido demasiado tiempo en cuclillas y sus piernas se negaran a enderezarse. Comienza a moverse muy despacio mientras los demás, Miki, Andrés y Quirce, lo achuchan. Se acerca a Castro y su resignación parece la de una víctima ofrecida en sacrificio; le da la espalda y cuando éste le propina un par de correazos con todas sus fuerzas, salta como si estuviese andando descalzo sobre un montón de brasas. Se queja. Dice hostia dirigiendo a Castro una mirada torva que pasa desapercibida. Le acusa de haberse pasado. Frota enérgicamente las palmas de sus manos contra sus pantorrillas pero el escozor sigue arreciando. Castro es un cabrón, piensa, míralo cómo ríe, está disfrutando de lo lindo. Quesada vuelve a ocupar su sitio entre Andrés y Quirce y traga saliva. Su mirada ceñuda sigue buscando los ojos de Castro, que resplandece fanfarrón sin darse cuenta de nada. Se siente herido, lleno de una punzante aversión, pero todos ríen a carcajada limpia y no le queda más remedio que soltar una risa forzada y reprimir las lágrimas que amenazan con dejarlo en ridículo. No pasa nada, arrieros somos. Decide esperar su turno confiando en que la suerte le permita tomar la revancha. Andrés recoge el hueso seco del suelo y sin levantar la vista dice por lo bajini no miréis, creo que acabo de verlo... ¿dónde? ¿dónde?... no miréis joder... tranquilos, dice con malicia, está ahí. Se levanta como quien no quiere la cosa, recoge un pedrusco de entre las traviesas de madera y lo lanza con fuerza hacia el otro lado del muelle de carga. Después de esto todo se precipita: Miki, Quesada, Castro y Quirce también lanzan piedras en la misma dirección; lo hacen de forma desordenada y ruidosa, apuntan hacia los restos del tabique del almacén de mercancías y a punto están de darle a ese hombre adulto que aparece de repente, observa a los niños durante una décima de segundo y comienza a correr tan rápido como le permiten sus pantalones bajados. Se mueve como un pingüino y cuando se detiene para subirse los pantalones una piedra le impacta en el hombro. Duda un instante hasta que se decide a cruzar las vías saltando entre los raíles. Se agacha otra vez para coger la cinturilla de su pantalón, tropieza, cae y rueda por el suelo un par de metros. Se levanta y sigue huyendo a trompicones, recibiendo el muy cabrón alguna que otra pedrada en la espalda. Los niños se abastecen de piedras y las lanzan a discreción hasta que una de ellas golpea la nuca del mariconazo ese y lo derriba. ¡JA! El hombre cae de bruces. Que te den por culo cabrón gritan los niños, maricón hijoputa. Se le acercan un poco sin dejar de apedrearlo. Desde la distancia a que ahora se encuentran aciertan casi todas las piedras, rebotan sobre la espalda del muy cerdo con un sonido seco, POUCK POUCK POUCK POUCK; su cuerpo, tumbado bocabajo y con el culo al aire, tiembla con espasmos de epiléptico hasta que al poco se queda quieto como un saco. Las piedras siguen impactándole pero ese maricón de mierda ya no se mueve. Ha quedado con los brazos abiertos y las piernas dobladas como una marioneta sin hilos. Paulatinamente los niños dejan de apedrearlo. Ríen con ganas, maricón maricón, chúpate esa. Comienzan a alejarse y creo que es Quirce quien dice en tono bravucón a ese le van a quedar pocas ganas de meneársela, y Castro el último de ellos que ha recogido una piedra grande como el puño y la ha lanzado hacia el cuerpo inmóvil mientras Andrés se baja la cremallera de su pantalón y comienza a mear manteniendo el equilibrio sobre los raíles. Están demasiado excitados, todos ellos. Ríen y se empujan unos a otros y todos imitan a Andrés para ver quien llega más lejos con la meada. Castro afirma que con una llave de las que se usan para abrir latas de conserva prensada por las ruedas de un tren es fácil forzar cualquier cerradura. Nadie se lo discute. Dice que una vez su hermano abrió un coche con una y consiguió ponerlo en marcha, y que incluso sería capaz de abrir una puerta blindada. Luego Miki se baja los pantalones y los calzoncillos y se pone a correr y a gritar como una mariquita y los otros le lanzan piedras procurando fallar. Se lo están pasando en grande y ninguno de ellos propone seguir jugando al verdugo, ni siquiera Quesada, que se ha quedado con las ganas de ajustarle las cuentas a Castro. Pero no pasa nada. Miki continúa a lo suyo, corriendo y haciendo el bujarra. Quirce ha cogido del suelo un trozo de madera igual de grande que un brazo y se lo pone entre las piernas como si fuera un cipote. Dice ven, cariño, no corras, ven con papaíto, y todo es de lo más divertido.
Verdugos (II)
También mataron un gato, allí, casi en el mismo lugar donde días antes habían apedreado al maricón ese que le gusta hacerse pajas acechando a los niños (¡el muy cabrón! tuvo su merecido). Se trataba de un gato callejero. Una mierda gato color gris que tenía el pelo de la panza sucio de barro seco y estaba tumbado al sol cuando llegaron. Es difícil adivinar a quien se le puede ocurrir una idea así. Puede que a Castro, que para esas cosas es el más lanzado. El aquí te pillo aquí te mato. Sí, es bastante posible que sea Castro. No se le ocurre una buena.
—Ven minino —le dijo con voz melosa—, minino, ven jodido, no tengas miedo.
Y va y el gato que levanta un poco la cabeza y lo mira con los ojos enrojecidos de sueño. Cambia de postura ligeramente con un suave ronroneo y vuelve a cerrar los párpados, dispuesto a no hacerles caso.
—Miz miz miz... —dice Andrés. Se ha acuclillado al lado de Castro y lo llama como si estuviera haciendo un pelotilla con la yema de sus dedos—. Miz miz... lindo gatito —añade, imitando la dulce vocecita de Piolín.
El gato les mira de nuevo y bosteza largamente. Se levanta, encorva el lomo y vuelve a bostezar antes de acercarse confiado para dejar que Andrés y Castro lo acaricien. Cojea de una pata trasera y está bastante más delgado de lo que en principio les ha parecido. También tiene la cuenca del ojo izquierdo vacía. Vamos, una piltrafa. Andrés se pone en pie, sonriendo con malicia, pero Castro se le adelanta con un pepinazo que lo manda al quinto pino.
— ¡Ahí va!
El cuerpo del animal va a dar contra la tapia medio derruida que antiguamente impedía el acceso a las vías. Sin dejarlo tocar suelo llega Quirce y le mete otro chupinazo. Luego se deja caer de rodillas gritando GOOOOOOOOOL con los brazos en alto.
A duras penas el gato consigue rehacerse y plantarles cara. Suelta un bufido, acurruca el morro enseñando sus colmillos, y comienza a recular sin quitarles el ojo de encima; pero no tiene tiempo de mucho más. Andrés lo agarra por el rabo y estrella su cabeza contra el suelo del andén un par de veces, CRACK CRACK, toma hijoputa, a ver a quien vas a enseñarle tus dientes ahora, mientras al animal se le apaga un maullido bronco en el fondo de su garganta. Lo suelta sangrando por detrás de una oreja. Tiene la lengua fuera y parpadea espasmódicamente. Enseguida se pone a vomitar un líquido oscuro y espeso, sangre mezclada con algo más.
—Venga cabroncete, ¿a quién querías morder tú? ¿Eh? —desafía, acertándole en el pecho con un escupitajo.
Cuando Quesada se acerca a mirarlo el gato ya ha dejado de moverse. Siente un poco de asco al pensar que está muerto. Voltea el cuerpo con la punta del pie y el gato comienza a mearse.
—Hombre, si estás aquí —se chotea Castro.
Y Quesada como quien oye llover.
Le pregunta si es un cagueta o qué.
—No me toques los cojones, Castro.
— ¡Huy!, qué miedo.
Castro se queda mirándolo por el rabillo del ojo, enarcando una ceja, sin disimular una sonrisa provocadora. Es de esa clase de tipos. Así es como a él le gusta mirar a la gente, por encima del hombro, como si estuviera de vuelta de todo y los demás no supieran ni la picha que les conviene.
Quesada aprieta los dientes y los puños y entonces alguien tiene que salir al quite para evitar que se den de hostias. Se veía venir, sobre todo desde lo del correazo del otro día. Quesada se la tiene jurada, y Castro lo sabe, aunque le importa una mierda lo que Quesada piense. Igual que le importa una mierda todo.
Andrés quiere hacer un chiste sobre la historia esa de las siete vidas de los gatos, pero nadie atiende la gracia. Se queda un momento dándole vueltas al asunto.
— ¿Son siete o cuatro?
Nadie responde. Hay un silencio.
—Y ahora qué —dice Andrés.
—Qué de qué.
— ¿Qué hacemos?
Los cuatro se levantan de hombros, mirándose unos a otros.
Hay otro silencio, no muy largo.
Quesada mira a un lado y a otro. A la izquierda, entre los primeros edificios y la vieja estación se extienden los campos y las vías muertas. Demasiado lejos. Menos mal. Pero a la derecha es fácil distinguir el interior de las viviendas del primer piso y del segundo. Puede contar hasta cuatro balcones con la persiana subida. De repente tiene miedo de que alguien haya estado observando lo que han hecho. Piensa que lo conveniente es irse de allí cagando hostias.
Y al cabo es Castro quien propone enterrarlo.
— ¿Para qué?
—Marcamos el sitio y lo sacamos dentro de tres o cuatro meses. Y vemos cómo está.
Lo dice con el tono aburrido de quien está ya cansado de dar explicaciones, porque para él es lo más normal del mundo haber matado ese gato y luego hacer lo que está proponiendo que hagan. Está claro. No existe otro modo de ver las cosas. Y lo malo, o lo bueno, no sé, es que tiene razón; basta que él lo diga para que el resto se lamente por no haberse dado cuenta antes. Por eso todos se muestran de acuerdo. No hay más vueltas que darle. A todos ellos les parece cojonuda la idea de enterrar al gato, dejarlo allí tres meses, y sacarlo para ver en qué lo han dejado los gusanos.
Luego Quirce eructa con la boca toda abierta, grita BOCIO, e intenta darle un cachete en la frente a Castro antes de que se la toque con el pulgar de la mano. Va tras él durante un trecho y cuando lo alcanza caen al suelo enzarzados en una pelea de mentiras. Andrés se lanza sobre ellos y enseguida se lanza Quesada. Y acaban los cuatro revolcándose por el suelo, riendo, tosiendo porque el polvo se les mete hasta el fondo de la garganta.
1 comentario:
Excelente bitacora, felicitaciones, agrego, los niños si, tambien hay hijos de puta abrazo
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