
El relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela (John Cheever)
miércoles, 18 de junio de 2008
miércoles, 11 de junio de 2008
Sobre blogs literarios

Lo comento aquí porque la iniciativa me ha parecido realmente seductora, ya que podrá facilitar el camino de todo aquel que esté interesado en curiosear por la red sobre temas literarios.
lunes, 9 de junio de 2008
¿Qué opinión tienen en el extranjero de nuestra literatura?

Algo está fallando. Si la intención del reportaje era llenar programación y entretener, vale, perfecto —vaya por delante que dos minutos escasos de reportaje no dan para mucho—, pero si lo que se pretendía era proporcionar una idea general sobre la difusión de la literatura española en Europa y en Estados Unidos de América, lo que se consiguió fue trasladar el concepto de que algo falla, de que el mundo no es tal y como nos lo presentan, de que puede que en EE.UU. no sean tan superficiales y en Europa tan trascendentes. O sea, el mundo al revés.
jueves, 29 de mayo de 2008
Cenizas - Gonzalo Calcedo Juanes

Opino que en aquel libro se apuntaba una transformación —que se acentúa en Cenizas, publicado por la editorial Pre-Textos y por el que Gonzalo Calcedo ha sido merecedor del premio internacional de cuentos “Manuel Llano” en la convoctoria de 2007— un giro de su escritura hacia composiciones narrativas más complejas y una búsqueda de imágenes más exquisitas y elegantes que contribuyen a enriquecer el texto. En contra de los que todavía continúan emparentando el estilo de Gonzalo Calcedo Juanes con el de Raymond Carver, Cenizas se aleja del laconismo de sus mejores libros —Esperando al enemigo, La madurez de las nubes, Apuntes del natural—, sin menoscabar las virtudes que en aquellos se apreciaban. Todo lo contrario, el autor ha conseguido un efecto simbiótico entre la cotidianeidad y la cercanía de las historias que plantea, y un estilo acentuado por la elegancia de sus composiciones y la inteligencia con que resuelve los conflictos de sus protagonistas, todos ellos personajes desorientados, “enfermos interiormente, exánimes”, hombres y mujeres que en su mayoría han cumplido los 50 años y se encuentran en el debe de la vida, ese período de la existencia en el que poco puede añadirse, en el que se encara el futuro escudándose más en la experiencia que dotándose de ambiciones o esperanzas.
Comparados con el resto de su obra la novedad de estos seis cuentos se encuentra no en los temas a los que se aproxima, sino en la pulcra y preciosa ejecución de unas historias que seguro se cuentan entre lo mejor de la producción de Calcedo.
domingo, 25 de mayo de 2008
La vista desde Castle Rock - Alice Munro
“Rodábamos a través de los cenicientos prados que asoman al océano Atlántico. A lo largo de casi cien kilómetros vimos delgados riachuelos que se ramificaban y volvían a ramificarse como venas

La vista desde Castle Rock no se aparta de esta técnica narrativa, la misma que su autora ha venido utilizando en todos sus libros anteriores. En éste que ahora elogio se recogen una docena de cuentos en los que nos narra la vida de sus antepasados en una suerte de árbol genealógico, empezando por aquellos que en 1799 lucharon por abandonar Escocia empujados por el deseo de realizar sus sueños en América, pasando por algunos cuentos con tintes iniciáticos como son Bajo el manzano —en el que se narra el descubrimiento del primer amor— y Ayuda doméstica —en el que la protagonista descubre un mundo al que no está segura de querer pertenecer (es curioso cómo en este relato pueden encontrarse ecos de Jesse y Meribeth, incluido en El progreso del amor, libro publicado veinte años antes)—, pasando también por la escapada que ya a finales del siglo XX protagoniza una chica lista con la intención de ir a la universidad y casarse, y terminando en el verano de 2004, cuando la misma Alice Munro visita el lugar donde murió su tatarabuelo, William Laidlaw, en busca de algún rastro de su vida.
Cada uno de los doce relatos me recuerda a una de esas fotografías que cualquiera conserva en el interior de una caja de zapatos en un altillo del armario. De vez en cuando me gusta echarles un vistazo, deleitarme en su textura granulosa, en los colores sepia de las imágenes, en sus bordes dentados. Suelo recordar historias sobre los predecesores que llegué a conocer e inventar otras para aquellos con los que el tiempo no me ha permitido coincidir. Una de las necesidades cuya satisfacción ha de perseguir el hombre es averiguar de dónde procede, estoy convencido de ello, remontarse al origen de todo para confirmar que el camino que ha decidido recorrer es el acertado. Nuestros planes de futuro deben estar a la altura de todos los que nos precedieron. Opino que es una manera de honrar la memoria de nuestros muertos, de evitar que nuestra propia existencia nos avergüence. Eso es precisamente lo que creo que ha hecho Alice Munro.
He leído en algunas reseñas que éste es un libro autobiográfico. Ella misma lo insinúa en el prólogo: “Hacía algo más cercano a la autobiografía: explorar una vida, mi propia vida”, aunque a renglón seguido diga que los relatos no conceden tanta importancia a la verdad de una vida como para dar fe de ella, y diga también que los relatos de La vista desde Castle Rock se han convertido en ficción dentro del marco de una historia auténtica y que han acabado confluyendo, ficción y autenticidad, en un único cauce.
Yo no sé si creerla, la verdad, prefiero dudarlo —ya se sabe, los escritores mienten más que hablan—, prefiero dudar que ésta sea una obra autobiográfica sin más porque no considero necesario para valorarla imaginar que los personajes de los que me habla Alice Munro existieron y que todos ellos forman parte de su parentela. Ese es el dato que menos me importa. Me basta para considerarlo uno de los muy recomendables que he leído en lo que va de año creer que sencillamente es un libro de cuentos, un hermoso y entrañable libro de cuentos.
lunes, 19 de mayo de 2008
sábado, 17 de mayo de 2008
Sobre el sexo de la novela (y van…)

jueves, 8 de mayo de 2008
sábado, 26 de abril de 2008
lunes, 21 de abril de 2008
Acción de gracias – Richard Ford
— ¿Frank? —No sabía nada de él desde 1996 pero lo reconocí enseguida, con sus cerca de dos metros, facciones angulosas, el pelo gris no muy corto, el trazado de una sonrisa contenida en la línea de sus labios. Sureño de la cabeza a los pies: pantalones, camisa y calcetines de algodón, y mocasines; el mismo atuendo que ha venido usando a través de todas las etapas de su vida—. ¿Frank Bascombe?

Y él que me mira con sus ojos claros, intensos, dudando durante un par de segundos pero localizándome inmediatamente en algún lugar de su memoria, al tiempo que me dedica una ya amplia sonrisa. Nos saludamos y allí mismo, todavía de pie, junto a una góndola rebosante de libros, empieza a contarme lo que ocurrió durante las jornadas previas al día de acción de gracias del año 2000, aprovechando la ocasión para entreverar su relato con el de sus últimos años. Me habla con grandísima familiaridad, como si apenas hubieran transcurrido unas pocas horas desde la última vez que coincidimos. Quién sabe si por la edad —acaba de cumplir los 55— o por el cáncer de próstata que le han diagnosticado, parece que ha intensificado su hábito de reflexionar a cada momento como si se tratara del último. Y sin embargo se esfuerza por fingirse ajeno a los acontecimientos que integran la época en la que vive, aunque dice que tampoco eso importa tanto, ya que está seguro de que así es como se sienten muchos otros seres humanos. Lo escucho mientras habla de su actual relación con Ann —su primera esposa—, me habla de Sally —quien después de varios años de convivencia acaba de abandonarlo—, de sus tres hijos, Ralph —fallecido a los nueve años—, Paul y Clarissa. Lo escucho y sus palabras transmiten miedo… no, miedo no, es más bien derrota lo que transmiten pero también esperanza. Ha sentido que el equilibrio de su existencia se tambalea a una edad en la que se tiende a afrontar el futuro desde el sosiego, y por eso tiene que echar mano de una enorme dosis de indolencia para enfrentarse a las dificultades, si bien, como él mismo afirma, eso no tenga que significar que se encuentra capacitado para superarlas.
Es un buen tipo, contagia serenidad. Es lo que pensé nada más conocerlo, allá por 1990, cuando todavía albergaba alguna pretensión de convertirse en novelista y escribía en una publicación deportiva de Nueva York. Me tienta preguntarle si todavía le ronda la literatura, pero prefiero dejarlo hablar. La sinceridad con que lo hace alcanza tales cotas que poco importa si lo que relata se ambienta en un lugar costero de Nueva Jersey en el que jamás he estado. Al escucharlo tengo la sensación de haber recorrido las mismas calles y frecuentado los mismos barrios. El cielo que cubre Sea-Clift es el mismo aquí, a miles de kilómetros de distancia. También el color del mar que se observa desde Surf Road es idéntico e idéntica la lluvia que cae sobre la Route 37 o Cream Ridge. Y cómo no la impotencia que le asalta en este mundo que dice se le viene abajo con tanta rapidez como el Queen Regent — (una de las tantas anécdotas que me refiere) demolición que conecta tan directamente con el estado de ánimo de mi amigo que casi se convierte en metáfora— y la impotencia, digo, que de la misma forma también a mí me asalta en este mundo que se viene abajo porque sus sentimientos son los míos y mías las palabras que utiliza para describirlos.
Cuando nos despedimos niega con un movimiento de cabeza de una manera casi imperceptible. Algo me dice que difícilmente volveremos a vernos. Y lo lamento. Encajamos nuestras manos. Se gira sin dejar de sonreír, comienza a alejarse. Me atrevo a decírselo:
—No sabes cuánto lo lamento, Frank —me mira por encima de su hombro—, eres uno de esos tipos que a cualquiera le gustaría frecuentar mientras se va envejeciendo.
Sí, me atrevo a decírselo porque la verdad es que lo echaré de menos. Aunque recurriendo a sus propias palabras:
Nunca se está seguro de nada, digan lo que digan las grandes novelas.